El 2 de Noviembre tiene un aire triste que embarga la mente. Es como si un tenue velo cubriera las alegrías y nos invitara a pensar. Los humanos marcamos fechas que nos incitan a meditar, a recordar, a ver la realidad de la existencia más cerca de su final. En una palabra, hecha frase litúrgica: “y en polvo te has de convertir”.

Todo tiene un punto final, y la vida no puede escapar a esa inexorable ley natural.

Cuando paseo por los caminos del cementerio, en estas fechas anuales en que conmemoramos el Día de los Difuntos, mis ojos se llenan de colores luminosos en el reflejo de tantas flores sobre las tumbas silenciosas y olvidadas que en estos días encuentran el recuerdo de la tradición popular.

En muchos camposantos nos encontramos a su entrada, como altar de homenaje a los que fueron, puestos y kioscos de flores que aguardan las manos que lleven sus ramos para dar calor al frío mármol de las sepulturas.

Son flores de vida. Flores que están vivas y se llenan de afectivos recuerdos familiares. Flores que marcan un sentimiento que trasciende de lo humano, para volar en un éxtasis de profundo homenaje. Flores que se hacen palabras, bañadas de lágrimas en muchas ocasiones, al volver a sentir los latidos de corazones apagados para la eternidad, pero vivos en la permanencia de una fe que unen creencias que mantienen esperanzas.

Flores para recuerdo, sí, pero plegarias y oraciones que son semillas que se elevan en petición de una vida sin fin al Hacedor, que nos hizo de barro pero que nos dio el milagro de una eternidad junto a Él.

La muerte no es el final. El final de la vida es la puerta llena de luz y amor de otra, que ha sido durante toda nuestra existencia la fuerza para pasar esos años en espera de la presencia de un Dios y Señor Nuestro que ha sido y es base de nuestra fe.

Oraciones que son flores inmateriales, llenas de alegrías para combatir las penas del dolor humano en la separación. Ellas son los auténticos ramilletes que esperan las almas que nos precedieron.

Las cenizas sacramentales sobre nuestra frente nos abren el camino de la luz.

Un toque de campana acompasado, hecho tañido de luto, avisa de esta conmemoración cristiana que nos eleva sobre la materialidad para hacernos ver que la vida ha sido un don preciado, único, pero que no es nada si no la llenamos de Dios.

Morir es comenzar a vivir en una dimensión desconocida, pero no llena de temor.

Hoy es un día en que anualmente hacemos un alto en el camino, para sentir la realidad de que vamos por un sendero, corto de años, en que podemos reflexionar sobre algo eterno, invisible, pero que vive y late intensamente dentro de nosotros.

El recuerdo agradecido a los que nos precedieron es nuestra flor y oración mas bella porque nos dieron ejemplo, compañía y vida. La vida, el mejor fruto de Dios para el hombre.

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