Excesos

En esta colosal y desmedida iluminación se ha establecido una absurda competición en la que cuentan cantidades y dimensiones insólitas

Cuando en mis tiempos iniciábamos el bachillerato y comenzábamos nuestros estudios de francés, en las prácticas cantábamos por esta época cercana a la Navidad ese bello villancico que dice: “Petit Papa Noël/ quand tu descendras du ciel// avec des jouets par milliers/ n´oublie pas mon petit soulier”. Creo que en aquel tiempo no éramos muy conscientes de quien era este “pequeño Papá Noel”. Pequeño o grande, como tal Papá Noel o Santa Claus, como también se le llama, serían las películas, Hollywood y su influencia en la sociedad europea, sus fastuosos villancicos que realzaban el esplendor de coros y orquestas como las de Ray Conniff y Percy Faith y su Alegría para el mundo. Cantábamos alborozados: “Joy to the world/ the Lord is come…”. Todo lo cual no ha dejado de propagarse a otras modas y tendencias de todo tipo, que introducirían toda esa parafernalia navideña que nada o muy poco tenía que ver con nuestra tradicional manera de celebrar el nacimiento de Jesús, que es, al fin y al cabo, lo que se celebra en estas fechas con carácter universal.

Pero no sería únicamente ese barbudo y extravagante personaje, con su adelanto de regalos y sorpresas, el que en cierto modo acelerara la llegada del tiempo navideño y sus pródigos obsequios. Imperativos comerciales, tan sugestivos y tentadores para habituales del consumo compulsivo, incluso políticos y de contenidos mediáticos, especialmente televisivos y, por supuesto, publicitarios, apresuran las luces, los abetos adornados e iluminados, ahora unos colosales conos de múltiples ornatos, aderezos, destellos, incontables luminarias y barrocos adornos, guirnaldas y múltiples decoraciones, muchas veces ajenas e impropias de la celebración. Pero en esta colosal y desmedida iluminación –cuando tanto se nos recomienda el ahorro energético– se ha establecido una absurda competición en la que cuentan cantidades y dimensiones insólitas. Y ciudades, más grandes o más pequeñas, incluso pueblos innominados y desconocidos, entran en esa pugna verdaderamente insólita y alucinante con desmesurados aspavientos, propaganda agresiva y consumismo adictivo y frenético.

En este ensordecedor y deslumbrante exceso a pesar de la inflación, conservamos nuestros códigos ancestrales y celebramos nuestros gozos de diciembre, el tenue crepitar del fuego de rehiletes y gamonitas, el eco impagable de campanilleros, zambombas, coros y cameratas… Entrañables rituales de los que hablan los cronistas fieles a las más arraigadas costumbres, reminiscencias entrañables y populares, símbolo de la purificación de las almas. Voces que encumbran el sublime jubileo navideño. Y la celebración humilde, sincera del gran milagro de la Natividad, el acontecimiento más trascendental de todos los tiempos. Luis de Góngora –excelsa voz de la poesía española– lo inmortalizó con sublime sencillez: “Caído se le ha un clavel / hoy a la Aurora del seno/ ¡que glorioso que está el heno/ porque ha caído sobre él!.”. ¡Feliz Navidad!

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