No hay nada como pasear por las calles para darse cuenta de que más allá de sus valores religiosos y sociales, la Semana Santa arrastra a cientos de miles de personas. El desfile de imágenes reactiva todo un tipo de vivencias y sensaciones que se potencia con la imagen de terrazas y (algunos) bares a rebosar. Huele a azahar y las colas a las puertas de las iglesias en las que se veneran las imágenes -ahora con los misterios a ras de suelo, las vírgenes bajo bambalinas de palio o en su paso- animan al recogimiento pero también a disfrutar de la compañía, de la alegría, de la vida que sabemos disfrutar desde este rincón de la Península. De esa que tiñe cada recoveco con mil colores en los bordillos de las calles, en las macetas que cuelgan de los balcones, en los patios... De ese halo que hoy nos deja una primavera distinta a la de otros años, que logramos compaginar con la que emerge en nuestra imaginación y confiamos que algún día volverá. Y es que el dichoso virus se empeña en despojarnos del ánimo hasta el punto de querernos tapar las mantillas con las mascarillas.

En este segundo año de pandemia, se ha modificado la escenografía. Nadie se cuestiona las horas de espera para presenciar el paso de las cofradías por un punto del recorrido. Otro asunto es debatir la conveniencia o no de la decisión de permitir la celebración de este tipo de eventos multitudinarios. Las advertencias de los expertos han sido constantes. Aunque se hayan extremado las medidas y controles de seguridad, en el fondo esta Semana Santa ha supuesto un desafío (otro más) al virus y hasta ahora (llevamos un año) hemos perdido todos.

Es obvio que el bicho nos está lanzando un mensaje: hay que huir del bullicio porque no habrá plena recuperación de la actividad hasta que la pandemia esté superada y eso sólo será posible cuando se alcance a vacunar a gran parte de la sociedad. Hasta ahora, las restricciones a la movilidad, los toques de queda, la reducción de horarios en comercios y hostelería, así como la del número de asistentes a reuniones familiares y sociales no han sido suficientes y quizá el temor a la presión y la desesperación de los sectores que viven de una actividad social sin limitaciones ha hecho que se haya vuelto a caer los mismos errores. No es fácil aguantar la presión que llega desde diferentes frentes, pero el precio que se paga es demasiado alto. No hay duda.

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