En mi bloque hay muchos vecinos con mascotas. Veo a diario perros y algún gato por las escaleras y no sé si mis cada vez más numerosos compañeros de edificio tendrán peces, pájaros, serpientes o cobayas en sus casas. Debo destacar que son personas civilizadas, que cuidan de sus animales y que intentan que estos molesten lo mínimo posible. Es cierto que algún ladrido se escapa a hora intempestiva, pero no lo es menos que en otras ocasiones son mis bufidos hacia mi jauría de hijos los que seguro que superan los decibelios permitidos. Pero, lo dicho, convivimos en paz y armonía y hasta nos cruzamos caricias. Nosotros mesamos los cabellos de sus perros y ellos acarician la cabeza de mis niños.

No estoy por la labor de tener perros en casa y eludo la presión de mis vástagos señalándoles que para qué quieren animales en su cuarto si ya tienen a sus hermanos. La idea de meter a un cachorro entre cuatro paredes me parece cruel pues siempre he creído que donde un can es feliz es corriendo por el campo sin tener que esquivar muebles, juguetes y otra serie de elementos de la vida diaria. Dicho esto tampoco soy anticanino, adoro tanto a los animales que me apasiona ver a un toro bravo (al que tampoco metería en casa). Todo muy naturalista, vamos.

Otra cosa es la opinión que me merecen los propietarios de los cánidos y su evidente desprecio hacia mi vida diaria. Abomino de quienes caminan junto a sus chuchos y tienen a bien obsequiarnos con sus deposiciones en mitad de la vía pública. Cierto es que se ha avanzado bastante y ya ve uno a muchos con su bolsita en la mano para recoger el regalito y tirarlo a la basura. (Aquí hay otro motivo para que yo no tenga perro, después de tres hijos creo que he recogido y limpiado suficientes heces de manera obligatoria como para hacerlo ahora por gusto).

Como iba diciendo, el campo minado de antaño ha mejorado algo en los últimos tiempos. No sé si será por educación -esto me extraña- o por la posibilidad de que un buen mojón pueda acarrear una multa aún más grande. Pero queda mucho por hacer. Estoy desarrollando intolerancia al marrano que deja a su perro mearme el portal y luego se va tan pancho. Me pregunto por qué cuando uno ve al dueño sacar a su animal a paseo nunca le deja mear en su casa, lo manda a la del vecino en un gesto de generosidad sin parangón. Llámenme ustedes raro, pero prefiero que ese presente se quede en otro sitio que en la entrada de mi casa. Soy así de exquisito. Y es por eso que aplaudo al edil encargado de limpieza, Luis Albillo, cuando esta semana ha apuntado a los porcinos que pasean perros como objetivo prioritario para contribuir a mejorar la imagen de Huelva. Estoy a favor de todas las sanciones que se puedan plantear en esta materia y me ofrezco como hooligan de las parejas de policías locales que sancionen al que deje orinar a su can en la calle sin echar siquiera un poquito de agua para diluir los restos. Multen señores, que esto es una marranada.

Y si la multa les parece mucho hagamos brigadas de autodefensa. Unámonos los raros a los que no nos gusta que nos meen la calle, sigamos a quien lo permita y mingitemos entonces todos en su portal. Igual así conseguimos algo. Formemos el Frente Antimeada.

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