Pasó por fin ese día soñado, odiado, festejado y repudiado del final del curso. Ése en el que debe decidirse qué hacer con los niños, ahora que se acabó el colegio. Apareció, casi sin avisar, esa temida jornada en la que los hijos no tienen colegio, por consiguiente ni Aula Matinal, ni Comedor, ni Actividades Complementarias…, pero sus padres sí tienen trabajo. Es comprensible que los padres empiecen las vacaciones quejándose de lo excesivas que son las de los maestros y repartiendo niños por toda Huelva. A partir de ahora, toca sesión continua de Play para los pequeños e inmerecidos sofocones para los abuelos. Pero cómo olvidar que el primer día de vacaciones coincide con el primer día de los campamentos de verano, convertidos en una opción obligatoria para numerosas familias, en una manera de diferenciar a las pudientes de las que no y, sobre todo, en una suculenta fuente de ingresos para las empresas organizadoras.

A esta sociedad, cada vez más concienciada con la igualdad, le conviene recordar que hasta no hace mucho tiempo, era una situación absolutamente normalizada el que la mayoría de las mujeres se dedicara al cuidado de la casa y de los hijos que, en vacaciones, no necesitaban nada porque jugaban en la calle. Ha sido muy costoso alcanzar esta evolución social paritaria actual y la transformación de los roles familiares. Sin embargo, queda por conseguir una evolución paralela en las instituciones, adjudicándoles nuevas funciones o creando otras, porque la escuela actual ya no se contempla como un centro de acogida, ni de guarda y custodia, ni siquiera lúdico.

En vacaciones se precisan otros entornos, llámese campamento de verano o como quiera que sea, que deben ser asequibles para familias sin disponibilidad económica. No se puede seguir delegando esta función en las asociaciones de voluntarios que los organizan prestando una inestimable ayuda social y sin ánimo de lucro. De ahí que sea una buena noticia que el Consejo de Ministros haya aprobado un plan de choque contra la pobreza infantil que asegurará la comida y el ocio a los niños más necesitados (además, lo ha hecho sin manifestaciones callejeras, lo cual ya es un mérito). Lo lamentable es que aquí no termina el problema. Queda una segunda fase para aquellas familias que sin aparecer en las estadísticas de la pobreza, se ven obligadas a recurrir a los abuelos o dejar la llave al niño, porque no pueden pagar un campamento. Una simple ayuda resolvería su problema.

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