El dos de mayo en huelva

En alerta ante la ‘Diosa Razón’

  • Capítulo 2. Siempre hubo animadversión hacia los franceses, ya que estos acercaban las ideas revolucionarias en las que se proclamaba a la Diosa Razón muy por encima de Dios

Ya es sabido que cuando los negocios van mal, la gente busca de inmediato el responsable. Pues bien, la entrada de los franceses en nuestro país podía ofrecer una buena ocasión para que los huelvanos exteriorizasen su malestar e identificasen a los culpables.

Pero la animadversión contra los franceses tenía raíces lejanas. Así, en las continuas guerras de España contra el país galo, en ocasiones había merodeado frente a la villa de Huelva alguna flota francesa, aunque luego no se detuviese en atacarla. Además, una vez los ejércitos franceses en España y sometido medio país a la autoridad de Napoleón, muchos españoles imaginaban que serían reclutados y enviados a luchar "en las lejanas tierras de Rusia y Alemania, al servicio del Emperador". Así, en los mentideros onubenses, al igual que en el resto del país, se comentaba que era un horror exponer las vidas por la causa de aquel a quien llamaban "vil y fementido Tifón Malaparte".

Además, a lo largo de años, los onubenses habían escuchado cientos de sermones en sus iglesias y conventos en los que los sacerdotes los ponían en guardia ante las ideas puestas en circulación por los revolucionarios franceses. Es más, pensaban que su obligación era luchar contra aquellas ideas que proclamaban a la ‘Diosa Razón’ muy por encima de Dios. Así, no nos debe extrañar que en un catecismo aparecido en Madrid se preguntase: "¿Es pecado asesinar a un francés? -No, padre, puesto que con ello se hace una obra buena, librando a España de sus tiranos". Atizaba más el fuego del odio contra el francés el hecho de que estuviesen prohibidos los libros franceses, aún en los años anteriores a 1808, fechas en las que los españoles habían sido aliados de los franceses contra los ingleses.

Las dimensiones de la villa de Huelva en tiempos napoleónicos se mantuvo durante los tres primeros cuartos del siglo XIX. Los sitios extremos de la población eran "El Punto", la Vega Larga (a partir de 1908 rotulada con el nombre de Paseo de la Independencia, como recordación a la guerra que ocupa estas páginas) y el antiguo Cementerio de San Sebastián.

La villa se dividía en barrios, cada uno de los cuales tenía su alcalde. Así, en las Actas Capitulares de 1912 se distribuía de la siguiente manera:

El primer barrio estaba bajo la batuta de don Diego Martínez. Comprendía la calle del Puerto, la calle Albornoz y toda la Vega

El segundo barrio, a cargo de don Manuel Rodríguez. Comprendía la calle de la Fuente, la calle del Matadero, la plaza de las Monjas y la calle Palos.

El tercer barrio lo gestionaba Manuel de Mora y comprendía las calles de Fernando el Católico, Berdigón, Miguel Redondo, Monasterio, Rico, plaza de las Monjas y calle Antonio de Mora.

El cuarto barrio corría a cargo de Manuel Garzón y comprendía las calles de la Concepción, Palacio, del Hospital, de la Botica, Rascón, Herreros, Bocas, la Placeta y la Calzada

En la Huelva de estas fechas no existían algunas de las populosas vías de nuestros días, como la de Gravina, Gobernador Alonso…, y sí numerosos molinos que, por la escasez de trigo y cebada, fueron desapareciendo (Molino Chico, Molino del Pasaje, Molino de los Labradores (llamado popularmente "El Garrotillo" y situado en la Plaza de San Pedro), Molino o Aceña de la que sería, décadas más tarde, llamada calle "Las Señas", el Molino de Viento, desaparecido en 1870 ó 1871 y que ocupaba el actual Paseo de Santa Fe; el célebre Molino de la Vega, perteneciente en su primera época al Conde de Saltés y último en desaparecer, ya que en 1910 todavía existía…). Si conservaba el callejero denominaciones muy peculiares en su toponimia: plazas, plazuelas, cabezos, callejones, pretiles, postigos…bautizados con nombres tan congruentes como seductores: Callejón de los Lobos, Enmedio, Vizcaínos, Molino de Viento, Puerto Viejo, Ariza o Botica, Cuesta Empedrada, Aceña, Monasterio, Peligro, Molinillo, Vega Larga, Vega Abajo…Feliz, sí, aquella Huelva en cuyo callejero aún no se habían colado, de sopetón, los nombres -en la mayoría de los casos sin venir a cuento- de santos y santas, generales, jefes y oficiales, políticos estatales o de la modesta etiqueta de la Administración local, la mayor parte de ellos con la fama que le daba el momento, en verdad muy efímera.

La Huelva que encontraron los franceses era una villa pequeña y con delgadez de adolescente. Pero a pesar de ello guapota de cara, con esa alegría que sólo tienen las poblaciones que tienen a su vera el mar, simpaticona de hechos y graciosa de dichos. Su abastecimiento de aguas estaba bien asegurado por los seculares viajes a la Fuente Vieja, Noria Faría, Noria de Palmarate, Pozos La Reja, Regaza o Dulce y, sobre todo, los numerosos pozos que poseían la mayor parte de sus casas, bajas, con corral y trascorral y algunas de ellas, en tiempos de marea alta, bañadas por las aguas.

Para la corrección de delitos y malas costumbres contaba la entonces villa con una Cárcel Real en la plaza del Portero del Cielo que, por sus escasas dimensiones y ninguna seguridad, sólo era empleada para delincuentes cuyos delitos eran de escasa consideración. La Sanidad contaba con el Hospital de la Caridad y, curiosamente, el cementerio se situaba en lo que denominaban Cuesta del Carnicero (por hallarse el pequeño matadero en la calle Silos y, limítrofe a él, la carnicería.

La Huelva de los inicios del siglo decimonónico se alumbraba, en determinadas horas, con teas encendidas, y por sus calles -empedradas con guijos cabezas de perro y adoquines pedernales- circulaban las carretas de bueyes, los carros de mula y las tartanas entoldadas y cascabeleras.

En la Huelva de Carlos IV todo era tranquilidad -muy escasas las estridencias y salidas de tono, excepto que llegaran los nobles de la Villa con su gran boato-, amable y cotidiano.

En la Huelva situada en el alba del siglo XIX eran escasísimos los festejos para las clases menos pudientes: solemnes procesiones, como hemos comentado entrada y salida de los Duques, exhibidores enfáticos de joyas, sedas, terciopelos y perfumes, a las que se acercaban, como grandes cotillas que buscan materia prima para sus chismes y, sobre todo, suelta de algún toro, por algún hecho de resonancia local o nacional, que recorriendo las calles ponía a prueba el valor de los vecinos de la villa. Se comprende que el vecindario, cuando la ocasión así lo aconsejaba, instalase una plaza cercada por carros o embarcaciones, en las proximidades del Arco de la Estrella, en la que diese un capotazo, más o menos lucido, el aspirante a torero de turno o acudiese, con inusitada expectación, a presenciar los ejércitos funambulescos de titiriteros o circenses que se acercaban a nuestra población dispuestos a ganar el jornal ejecutando ejercicios de habilidad y fuerza. ¡Ah!, en determinados días era muy entretenido acercarse a la Placeta de los Mercaderes y pulsar in situ la sístole y diástole de los improvisados puestos donde se vendía frutas, verduras, miel, queso...

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