Continuamente somos espectadores de manifestaciones que llenan las calles, de forma pacífica o violenta, para llamar la atención sobre reivindicaciones que afectan a determinados colectivos de la población. Unas tienen carácter político y otras son de índole económica. A veces, exigen de los respectivos gobiernos reformas para subsanar los déficits o la carencia total de democracia; estas suelen ser reprimidas con dureza y provocan reacciones de simpatía en los países libres o, al menos, más libres. En otras ocasiones, las convocan colectivos que se consideran injustamente tratados en el reparto de la tarta de los presupuestos. En estos casos, satisfacer o no sus reclamaciones depende, no tanto de la justicia de las mismas, sino del nivel de organización y de la capacidad de presión ante los poderes públicos. El problema principal reside en que los recursos con que cuentan estos para atenderlas son limitados y la equidad exige mantener un delicado equilibrio a la hora de establecer prioridades en la asignación de los fondos disponibles.

Existe una causa que no debería enfrentar a unos colectivos con otros por colisión de sus respectivos e incompatibles intereses. Una causa común a las gentes de izquierdas, de derechas y de centro, suponiendo que este, como creemos, aún exista. Se trata de la defensa del planeta que habitamos todos. En teoría, preservar el medio ambiente para nosotros y para las generaciones futuras debe ser un objetivo compartido por todos, desde los que respiran el aire polucionado de las megalópolis, hasta los trabajadores y propietarios de las minas de carbón o las fábricas de vehículos -terrestres, marítimos o aéreos- contaminantes.

Un nuevo horizonte se abrió en 2015 con el Acuerdo de París, cuyo objetivo era limitar el calentamiento global, causado por la generación de gases de efecto invernadero, a un máximo de 2º sobre los niveles preindustriales. El contratiempo de la retirada de EEUU por decisión del negacionista Trump, corregido ahora por Biden, da ánimos a una Unión Europea que acaba de promulgar la Ley Europea del Clima, seguida por la española, con medidas que cambiarán drásticamente los sistemas de transporte -adiós a la gasolina y el diesel-, fomentarán las energías renovables y establecerán aranceles para controlar la entrada de productos de terceros países que pretendan un dumping ambiental. Hay un margen para la esperanza.

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