Hacia la mitad del siglo XIII, después de la reconquista de Badajoz por Alfonso IX de León en 1230, aparece Olivenza como encomienda de los templarios. Con su cesión en 1297 por Fernando IV de Castilla al rey portugués Don Dinís (Dionisio I), comienza una serie de vaivenes de la villa, entre España y Portugal, que la van convirtiendo en una plaza fuertemente fortificada. Castellana en 1337 con Alfonso XI, cedida a los portugueses tras su apoyo en la batalla del Salado (1340), ocupada por Enrique II de Castilla en 1369 y devuelta a Fernando I de Portugal en 1371. En las contiendas por la sucesión al trono portugués entre Juan I de Castilla y Don Juan, maestre de Avís, Olivenza tomó partido por el castellano desde 1383 a 1390. Los siglos XV y XVI fueron tranquilos y en 1580 llega la unidad ibérica con Felipe II de España y I de Portugal, que dura hasta 1640, con la larga Guerra de Aclamación, en la que los españoles tomaron Olivenza en 1657, para devolverla a Portugal en 1668 por el Tratado de Lisboa. Las hostilidades volvieron en 1801 con la Guerra de las Naranjas, llamada así porque Godoy envió galantemente a la reina María Luisa un ramo de naranjas de los huertos de Elvas, ocupada al igual que Olivenza; finalizó con el Tratado de Badajoz, que determinó la "unión perpetua" de Olivenza a la corona de España.

Esta apretada síntesis sobre una localidad situada 150 kilómetros al norte de Huelva, y también vecina de Portugal, muestra cómo una historia llena de desencuentros, con el paso del tiempo, puede convertirse en un nexo positivo entre dos países. Olivenza mima este factor con detalles significativos como los rótulos de las calles en los que los nombres actuales figuran junto a los antiguos portugueses. Bellas muestras del arte manuelino contribuyen a hacer de ella el pueblo español más portugués y sus habitantes han conseguido algo excepcional: que el hecho de ser oliventinos les faculte para solicitar la doble nacionalidad.

Este espíritu integrador es el que muchos quisiéramos que predominara, y no solo entre dos países hermanos -Portugal y España- cuya relación ha oscilado entre la confrontación y la ignorancia mutua, sino entre todos los que forman esa comunidad histórica, cultural y social que es Iberoamérica, a la que las dos naciones ibéricas han ofrecido una aportación esencial, más allá de fronteras impuestas y de agravios que deberían estar superados.

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