En el argot literario se le llama negro a aquel que escribe para otro y este otro se lleva el mayor o menor mérito que pueda tener el escrito. Lo digo porque todavía puede haber quien desconozca este término de la jerga literaria y periodística, que es lo mismo. En estos días busca ser presidente del Gobierno del Reino de España uno de los más conocidos tratantes de negros de los últimos años: don Pedro Sánchez, firmante de una tesis doctoral negra que fue el hazmerreír de media Europa y el bochorno total de la ciudadanía patria. Ya forma parte de la historia general del fraude intelectual.

Hacer una lista de famosos que han tenido su negro de cabecera haría interminable este artículo. Los hay ilustres, menos ilustres y mediopensionistas. Yo mismo confieso que he sido negro, pero no de un escritor, sino de amigos y familiares apurados por haber sido designados pregoneros de fiestas y procesiones varias y que me imploraban socorro como náufragos en medio del Atlántico en noche de tormenta y olas de cinco metros. Y a ver quién les dice que no.

Lo que yo nunca pude imaginar, o sí, tratándose de quien se trata, era que el idolatrado don Carlos Marx fuese un negrero, el gran adalid, la luz y faro de la clase obrera, cuyas ideas han arruinado a todos los obreros de los países donde se pusieron en práctica sus ocurrencias. Resulta que en 1851 fue contratado por el periódico New York Tribune como articulista. Durante dos años ininterrumpidos mandó sus artículos y cobró por ellos. Pero no los escribió él. El negro se llamaba don Federico Engels, de igual forma mundialmente reverenciado por haber alumbrado con don Carlos el llamado Manifiesto Comunista. El caso es que don Federico era un ricachón que no dio un palo al agua en su vida, inactividad permanente en la que destacó junto a su amigo don Carlos. Dos redomados vagos que siempre trataron de vivir del prójimo, don Federico de la herencia de su padre y don Carlos de lo que sableaba a don Federico, que fue mucho.

Una pareja de altura, dos gandules dando lecciones a los trabajadores sobre lo que hay que hacer en el trabajo. Puedo hasta creer que la labor de negro de Engels fuese consentida. Escribía porque le gustaba y dejaba cobrar al parásito de su amigo. No le hacía falta la pasta, alimentar a un amiguete, tampoco le costaba tanto con el fortunón que tenía y, al fin y al cabo, debilidades las tiene cualquiera. Y tiene razón don Carlos en haber ejercitado el plácido deporte de la vagancia y el vivir del prójimo. No me extraña que siga hoy teniendo tantos adeptos. Creó escuela en esto de vivir del cuento, sobre todo del ajeno. Demostró que sí se puede.

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