Hace setenta y dos horas Europa sufrió una sacudida tal que los efectos tardarán años en ser evaluados. El Reino Unido se marchó en medio de la indiferencia popular y el nerviosismo de la clase política charcutera que nos desgobierna a diario desde una de las ciudades más aburridas y con más malaje del mundo: Bruselas. Bueno, toda Bélgica es para coger una depresión como para sentarte en una butaca, ponerte a mirar la pared de enfrente y no levantarte en dos años. La recorrí varias veces cuando mi amigo P. era funcionario de la embajada española hasta que un día le dije: mira P., vamos a dejarlo, este país no enamora aunque estemos diez años recorriéndolo. Después de aquello, esta nacioncita se hizo refugio de terroristas y políticos prófugos de la Justicia española y juré ante mis antepasados de los tercios de Flandes que no volvería por allí ni a comer mejillones, debilidad de mis debilidades.

El Reino Unido ha salido de aquella cloaca y no tengo la menor duda de que le irá muy bien. Tampoco el mundo british es encantador para mí. El acercamiento que supone estudiar una graduación en su idioma no acabó en mi caso en seducción. Los respeto y hasta los admiro a veces, pero tú en tu isla y yo en mi península y que Dios reparta suerte. En mi pueblo natal hay cinco mil british censados y no conozco a nadie del pueblo que tenga amistad con uno de ellos. Son así. Y si me acuerdo de nuestra reina Catalina humillada por el asesino en serie de Enrique VIII o de Gibraltar o de las visitas de sus submarinos nucleares a pocos kilómetros de nuestra costa se me corta la poca admiración que pueda sentir por ellos. Pero buena hora es en la que se han ido de la Europa arrodillada ante Alemania, encamada con Francia y renegada de sus raíces más profundas que son, les guste o no, Roma y la Cruz. Todo el que escupe sobre la tumba de sus antepasados lo hace encima de su propia cara. Surgen por el oriente europeo gobiernos sostenidos por mayorías absolutas en sus parlamentos que han dicho basta y que no van a consentir que desde Bruselas les digan qué tienen que comer o qué gustos deben tener. Y que sí, que nos reunimos en un club para tratar de armonizar intereses sobre lechugas y tomates, pero no para hacer cesiones de soberanía en los ámbitos político, social, judicial o religioso.

Yo soy como soy, trato contigo de cebollas y naranjas y poco más. Pero soy hijo de Roma y de la Cruz y hasta aquí hemos llegado. Los fundadores de la Comunidad Europea lo tuvieron muy claro cuando escogieron la bandera europea: el celeste cielo de fondo y las doce estrellas de la mujer del capítulo doce del libro del Apocalipsis: María. Han sido traicionados.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios