Navidad estroboscópica

La Navidad es ahora un centro comercial con nieve de mentira y gente que se empuja escuchando musiquita de Michael Bublé

Desde que el Covid nos dejó tocados del ala (sonados perdidos, tontos del bote), todo lo hacemos a lo bestia, al mogollón, exageradamente, como si no hubiera un mañana. Llenamos los hoteles como nunca aunque haya que pagar más que siempre, inundamos con nuestras ruidosas voces las otrora tranquilas calles de los pueblos, o paseamos a nuestros perritos en masa por senderos intransitables de tan transitados mientras mandamos audios de WhatsApp y presumimos de bonitos y apretados chándales o coloridas mallas. Hacemos colas imposibles en bares inabarcables, y asumimos que es normal que los puretas vayamos en manada cada finde al tardeo y nos amontonemos frente al escenario a desgañitarnos como si actuara Freddy Mercury.

El mundo, insisto, se volvió loco del todo tras la pandemia, y cuando más se nota, cuando se hace de verdad insoportable es, sin lugar a dudas, en estos días. La Navidad, antaño una fecha entrañable, familiar y hasta emotiva, hoy es una especie de orgía de luces led y gente apilada sobre aceras, paradas (varadas) como tontas polillas ante moles de miles de bombillas de colores que se encienden y se apagan al ritmo de canciones que no entendemos. La Navidad es un centro comercial con nieve de mentira y gente que se empuja. Un crisma navideño con musiquita de Michael Bublé y elfos con tu cara. Y es María Carey, que ahora se llama Maraia, bailando con sus hijos en la tele. En Navidad ya no hay aguinaldos, las extras se han prorrateado y las comidas de empresa no las pagan las empresas, aunque nada eso quita que haya más que nunca. A veces me pregunto si tanta desmesura, si todo este desmán, no es más que un mecanismo de defensa, una especie de escudo, una careta. Si tras la Navidad post Covid, además de una bacanal de postureo infumable, se oculta un ejercicio radical de alegría impostada. Una felicidad ficticia, exagerada, que en realidad solo trata de ocultar lo mucho que echamos de menos la Navidad de nuestra niñez. La del caldo de puchero con hierbabuena y la carne . La de los calamares rellenos y los chocos en amarillo. La Navidad humilde de la cena con los hermanos, con los primos, con los tíos, con los abuelos… La de las casas llenas de gente y las tardes de visitas y paseos vestidos con ropa nueva, la de la guitarra mal tocada y el fandango mal cantado, la de los villancicos y la botella de anís. La Navidad de quienes ya no están con nosotros. Me pregunto si esta fiesta de los excesos no es más que eso: un espejismo, un intento (vano) de traer de vuelta aquellos días alegres de la niñez y a quienes las vivieron con nosotros. Aquella ilusión. La mala noticia es que esa Navidad no volverá nunca, como tampoco lo harán ellos, así que solo nos queda una opción: procurar que los que nos siguen tengan tantos bonitos recuerdos como nosotros de sus navidades , y si tiene que ser con 3.000 vatios de luces estroboscópicas en el balcón o escuchando el nuevo disco de Cher, así sea. Aunque, si me preguntan, yo prefiero quedarme a mirar cómo beben los peces en el río. Y cómo beben, y beben, y vuelven a beber, los muy borrachos, por ver a Dios nacer.mechá

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