María Antonia Peña

Dicen diego los que dijeron digo

El guarán amarillo

Cuando observo la política española de nuestros días, tiendo siempre a pensar lo que disfrutarán mis colegas investigadores del futuro. Imagino el entusiasmo de los historiadores del siglo XXII desentrañando la interpretación de los resultados electorales de nuestros días, reflexionando sobre el papel de las redes sociales y las encuestas e indagando en las relaciones entre los partidos y los aspectos biográficos y prosopográficos del liderazgo. Disfrutarán tanto, seguramente, como ahora disfrutamos los que nos dedicamos a profundizar en las prácticas políticas del siglo XIX o en las tensiones ideológicas de la Segunda República.

Sin embargo, debo confesarles que ahora, viendo lo que veo, no disfruto mucho. Por el contrario, observo con suma preocupación la realidad política de una España crispada permanentemente por el ataque político y el insulto, que se niega a aceptarse a sí misma en su diversidad irrecusable y que oscila entre negar la existencia del otro y saltarse todas las líneas rojas para pactar con él con tal de alcanzar el poder. Sería, sin duda, mucho más fácil aceptar las leyes que nos hemos dado y que, a fin de cuentas, nos han permitido construir una democracia sobre las ruinas de una dictadura; pero ni siquiera esto es posible, al parecer, porque sobre las leyes hemos levantado una cultura política que lo deforma todo hasta dejarlo irreconocible.

Ya hace tiempo que, en un país en el que no existen elecciones para el poder ejecutivo, hemos hecho de nuestra capa un sayo y hemos adulterado el verdadero sentido de las elecciones al poder legislativo. Los discursos, la propaganda y hasta los debates eclipsan premeditada y totalmente la figura de los diputados y senadores –que son a los que realmente votamos y elegimos– hasta convertir nuestras elecciones parlamentarias en falsas elecciones a la presidencia del Gobierno. Hagan una consulta a sus conocidos y familiares y comprobarán que ni siquiera conocen el nombre de sus legítimos representantes, devenidos en meros agentes o compromisarios. En el fondo, creen que han votado al líder de un partido para que sea él el que nos gobierne, aunque su nombre no apareciera en la papeleta que introdujeron en la urna. Quizás por eso el partido que gana quiere hacer valer que ha ganado unas elecciones ejecutivas, cuando, en realidad, solo ha podido ganar unas elecciones legislativas. En España, las elecciones al poder ejecutivo –lo dice nuestra constitución– no se ganan en las urnas, sino en una sesión del Congreso de los Diputados. Y, si esto no gusta, pues hay que cambiar la constitución, crear elecciones específicas para el poder ejecutivo, anular el papel del rey y, posiblemente, regular un sistema electoral de doble vuelta que permita a la ciudadanía conocer los pactos antes de ir al colegio electoral.

Con esto último, como poco, ya empezaríamos por ahorrarnos una buena parte de los conflictos y el tristísimo espectáculo, opaco y convenido, de ver que dicen Diego los que dijeron digo.

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