Historia

Cuando el 'rey pasmado' se puso 'ciego' en Doñana

  • Huelva fue el escenario, en 1624, del mayor banquete conocido en la Historia de España, ofrecido al rey Felipe IV por el octavo duque de Media Sidonia, Manuel Pérez de Guzmán. Unos 12.000 invitados comieron en el colosal convite celebrado en el coto

Mapa del Coto de Doñana en el siglo XVIII. Archivo General Fundación Casa Medina Sidonia

Mapa del Coto de Doñana en el siglo XVIII. Archivo General Fundación Casa Medina Sidonia

No debía tener mucho ánimo de fiesta don Francisco, o quizás, al contrario, tuvo demasiadas. Aquel viaje por las tierras andaluzas se le estaba atragantando al insigne escritor. Gruesos caminos, temporales y lodazales que le costaron más de una caída, buenas mojadas y, eso sí, le dieron mucho juego en ingeniosos textos posteriores. Puede, decíamos, que don Francisco de Quevedo y Villegas anduviera desganado después de tanto y ajetreado viaje o que algún misterio que se le escape a la Historia le impidiera escribir nada sobre el, seguro, mayor banquete al que había asistido, y asistiría, en su vida. Una lástima, en cualquier caso, porque algunas líneas de su afilada pluma hubieran dado a buen seguro un mayor sentido a todo lo que aconteció en Huelva aquellos días de marzo de 1624.

Francisco de Quevedo Francisco de Quevedo

Francisco de Quevedo

Quevedo, que había sido desterrado unos años antes a sus posesiones de la Torre de Juan Abad, supo aprovechar la ocasión para meter cuello en la recién estrenada corte de Felipe IV, que por entonces era un muchacho de tan solo 16 años más entretenido en el ocio que le proporcionaba su valido, el Conde-Duque de Olivares, que en las cosas propias de reyes, un trabajo del que se encargó Olivares con más infortunio que gloria. Le tocaba al maestro Quevedo, por tanto, recuperar su perdido papel político, y lo intentó, lo consiguió, granjeándose la amistad del valido a base de magisterio, ejerciendo como libelista o adulador, según el caso, y prestando su lengua, tan admirada como mordaz, a sus intereses. Por eso es extraño que no hubiera ni una sola palabra, ni mordaz ni de la otra, sobre lo que pudo ocurrirle durante los tres días en que vivió, y muy bien por lo que parece, en Doñana, que fue el lugar elegido para el fin de fiesta de un viaje que duró 69 días y en el que Felipe IV y su corte recorrieron Andalucía con el doble objetivo de pedirles real ayuda a los ayuntamientos andaluces (que se resistían a pagar nuevos impuestos) y de afianzar el poder del nuevo valido y del propio rey. De haber querido o podido escribir algo de aquellas últimas jornadas de viaje (sí que lo hizo, sin embargo, sobre las primeras), sus versos podrían haber dicho algo como que “De tanto engullir condumio y empinar codo en Doñana, púsose cerdo el Mengano y cochina la Zutana”. No exageraría el insigne poeta de haber escrito esta cuarteta. El más brutal, el más pantagruélico, el más opíparo, el más despampanante, el más impresionante, el más grande banquete de la historia tuvo lugar, efectivamente, en Huelva.

La preparación

Por entonces, aquellas eran las tierras de Manuel Pérez de Guzmán, VIII duque de Medina Sidonia y señor, entre otras, de las villas onubenses. El noble quiso aprovechar la visita del rey para hacer ostentación de poder y riqueza, y lo hizo a niveles descomunales. Durante nada menos que 45 días estuvo preparando el Palacio de Doñana y sus alrededores para la estancia real. El duque no, claro, que fueron centenares de sus súbditos los que montaron una auténtica ciudad en el bosque. Treinta grandes tiendas de campaña (por supuesto bien vestidas con tapices, alfombras y muebles), caballerizas, cocheras para los carruajes, enormes cocinas, graneros e incluso una improvisada plaza de toros. No faltó de nada para los 300 invitados a aquellas jornadas de fiesta en las que hubo de todo: gigantescas partidas de caza, de gran gusto del rey (las malas lenguas dicen que dejaron esquilmado el coto), representaciones de grandes batallas navales en las marismas, como si aquello fuera el mismísimo Coliseo, corridas de toros, jornadas de pesca, conciertos, paseos en barco, obras cómicas y de teatro, fuegos artificiales, bailes, regalos…

El anfitrión, Gaspar de Guzmán, por entonces aún conde de Niebla. El anfitrión, Gaspar de Guzmán, por entonces aún conde de Niebla.

El anfitrión, Gaspar de Guzmán, por entonces aún conde de Niebla.

Tuvo que ser el festejo un no parar, y no fue más que la antesala de la última demostración de poderío del duque: el hiperbólico banquete para, atención, nada menos que 12.000 comensales. El erudito Mario Pardo de Figueroa resumió así las descripciones con las que Fray Martín de Céspedes y Pedro de Espinosa dieron cuenta de lo desmedido del condumio “Sabido es que las bodas de Camacho fueron penitencia de monje y parvedad de anacoreta si se comparan con aquellas cocinas de 120 pies de largo cada una, y con aquellos abastecimientos de 800 fanegas de harina, 80 botas de vino, 10 de vinagre, 200 jamones, 100 tocinos, 400 arrobas de aceite, 300 de fruta, 600 de pescado, 50 de manteca de Flandes, 50 de miel, 200 de azúcar, 200 de almíbares, 400 de carbón, 300 de quesos, 400 melones, 1.000 barriles de aceitunas, 8.000 naranjas, 3.000 limones, 10 carretadas de sal, 250 de paja, 1.500 fanegas de cebada, 2.400 barriles de ostras y lenguados en escabeche, 1.400 pastelones de lamprea (…), 1.000 gallinas, 10.000 huevos, 600 cabras paridas, que daban 20 arrobas de leche diarias, cabrito, pescados frescos, conejos, perdices, faisanes, pavos… y otros comestibles en exageradas cantidades…”.

También se mencionan los baúles de mantelería fina y las lujosas vajillas traídas de Europa, pero puede que incluso se quedasen cortos los cronistas, y puede que Quevedo, de haber dedicado algunas líneas al festín, lo hubiera descrito con más acierto, ya que no se conocen datos como el menú o cómo diantres se sentaron a comer 12.000 personas en el entorno del Palacio de Doñana. En todo caso, se habla de que en el despiporre se gastó el duque entre 300.000 y 400.000 ducados, un auténtico dineral de entonces, pero las crónicas apenas mencionan lo que le costó al humilde pueblo que tuvo que abastecerlo, y es que Manuel Pérez de Guzmán dio orden de que todas las villas de las comarcas que dominaba, que prácticamente eran toda la provincia de Huelva, llevaran sus más exquisitas viandas al coto. Explica Juan Carlos Alonso, en El tan célebre banquete de Doñana, que allí pudieron llegar toneladas de ‘hierbas’ (como se denominaba a las verduras, legumbres y hortalizas, muy poco estimadas por entonces) de las huertas onubenses, litros y litros de vino y vinagre del Condado -también de mosto de Lucena, que al parecer entusiasmaba al rey-, las buenas carnes serranas (tocinos, les decían), jamones de Aracena, fruta variada de Almonte y La Palma, melones de Cartaya y Lepe, membrillos de Fuenteheridos, peros de Galaroza, uvas de Rociana, pescados, mariscos y salazones de las costas de Huelva y Sanlúcar, quesos del Andévalo y la Sierra… En este tiempo habría sido aquello una auténtica demostración de la impresionante variedad de la despensa onubense, una extraordinaria campaña promocional, pero lo que interesaba a los Medina Sidonia no era el beneficio, la riqueza o la notoriedad del pueblo, sino la suya propia. El indecende ágape fue eso, indecente, porque lo que hubo sobre la mesa se parecía muy poco a lo que había a diario en las de los pobladores de aquellas tierras. Pero eso es otra historia que quizás no viene al caso.

La comida

Imagínense: doce mil personas de mediana y alta alcurnia, de charla y risa mientras comen prácticamente todo lo imaginable al compás de la música de vihuelas y laúdes (el repertorio fue elegido por Juana Gómez de Sandoval, la señora duquesa), con varios e importantes escritores entre ellos y solo dos, ambos presbíteros para más señas, tomando buena nota de cuanto acontecía para dejar unas letras sobre aquello a la posteridad. A lo mejor Quevedo no dijo ni mu porque ya se estaba encargando de ello su buen amigo Espinosa (a quien precisamente en aquel viaje entregó, de su puño y letra, su obra Sueño de la muerte), o puede que no anduviera especialmente lúcido, sabido su gusto por el bebercio, o incluso que se le quitaran las ganas si, por un casual, se topó por allí con su archiemenigo, el cordobés Luis de Góngora, buen afecto del duque, que le procuró fama y mecenazgo.

Con quien seguro que no se encontró fue con el propio Manuel Pérez de Guzmán, que finalmente no asistió al dispendio y se quedó en su casa de Sanlúcar aquejado de un ataque de gota dejando a su hijo, Gaspar Alonso, el conde de Niebla e ilustre habitante del todavía radiante Castillo de Huelva, el honor de ejercer como anfitrión de unos festejos de los que se conocen los ingredientes pero no los platos. Siguiendo los datos que pululan sobre el banquete en unos y otros relatos, las costumbres de la época y la extensa obra de Francisco Martínez Montiño, el cocinero real, Juan Carlos Alonso ha sido capaz de recrear el menú de la inmensa comilona, que podría haber sido como el que sigue:

Ahí es nada. Pero un momento: quede constancia de que nadie era capaz de comer todos y cada uno de los platos de los menús que se servían en la mesa. En los convites se presentaban cientos de platos de nombres rimbombantes y delicada presentación, pero cada cual comía lo que te apetecía. Del resto, bastaba con que se admiraran, aunque luego acabaran en la basura o como alimento para los cerdos. De hecho, en el ágape de Doñana el desperdicio terminó siendo tan inmenso como inútil fue su celebración. Aquellas desaforadas celebraciones terminaron endeudando durante años al Duque de Medina Sidonia, un agujero monetario que lastró la herencia de su hijo Gaspar, que además acabó multado y despojado de sus tierras tras haber sido pillado in fraganti en plena conjura contra el monarca al que había agasajado unos años antes. Aunque, pensándolo bien, igual sí que sirvió de algo el fiestón si se tiene en cuenta que el marqués de Ayamonte, su cómplice en el complot, acabó sin cabeza. La cosa es que tan inútil fue el faraónico gasto que España entera acuñó el dicho de ‘hacer el primo’ (tal era su parentesco con Felipe IV) refiriéndose al duque.

El conde-duque de Olivares El conde-duque de Olivares

El conde-duque de Olivares

En cuanto a Olivares, siguió entreteniendo a su rey con fiestas, condumios y mujeres mientras ejercía el gobierno de una España en la que nada le salió en condiciones, con reformas económicas inútiles y una política interior y exterior desastrosa. Tan mal le fue que, aseguran, en el aniversario de su caída en 1644 se celebró en Madrid una comida en la que ser sirvieron mil platos. Incluso Quevedo tuvo sus desavenencias con el conde-duque, que culminaron con sus versos de Sacra, católica, real Majestad..., en los que arreó, y bien, al valido del rey. La broma le costó la detención y su encierro en el convento de San Marcos en León durante cuatro años.

El rey Felipe IV El rey Felipe IV

El rey Felipe IV

Y el rey… ¡Ay, el rey! Felipe IV, irónicamente apodado ‘El grande’, terminó pasando a la Historia como uno de los más desastrosos monarcas de España, y eso que ha habido muchos. Bajo su reinado consiguieron la independencia Portugal, ya para siempre, y Cataluña, de forma efímera, y tuvo que lidiar con alzamientos en Andalucía, Vizcaya, Nápoles y Sicilia. Hay quien dice que volvió de su viaje por Andalucía más pasmado que de costumbre. De hecho, en el camino de vuelta escribió una carta ordenando que en los lugares por donde pasase no se celebraran festejos ni se hicieran grandes recibimientos. Cualquier lector avispado podrá imaginar que, lejos de la depresión o la tristeza, lo que le pasaba a Felipe era que se había puesto ciego de comer y beber en el coto. Lo que tenía era que había acabado bien harto. Que el resacón le durara todo el reinado no parece muy cabal, pero tampoco sería de extrañar con la que se montó en Doñana.

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