Tribuna

Agustín Galán García

El cierre de la UCA en Nicaragua

El cierre de la UCA en Nicaragua

El cierre de la UCA en Nicaragua / rOSELL

Amitad de agosto pasado se concretó el penúltimo ataque del gobierno de Daniel Ortega contra la libertad de su propio pueblo. Veintiséis universidades privadas han sido confiscadas y denegados sus permisos para continuar con sus labores docentes y de investigación. Concretamente, el martes 15 de agosto, fueron incautados los bienes materiales y económicos de la Universidad Centroamericana, pertenecientes a la Compañía de Jesús, la de mayor renombre en toda la región y a la que muchos han considerado como “el último reducto de libertad de pensamiento en un contexto de brutal represión (El País, 18.08.23).

La UCA viene prestando sus servicios en Nicaragua desde el año 1963 y hasta el pasado mes contaba con 5.000 alumnos y algo más de medio millar de docentes, que tuvieron que afrontar la suspensión de la actividad y que entran ahora en una situación de total incertidumbre.

La acusación vertida contra la dirección es la de terrorismo y organización de grupos de delincuentes. Al margen de otras consideraciones merece la pena que nos detengamos en el argumento esgrimido y en su alto grado de coincidencia con otros momentos que ha vivido la orden de San Ignacio a lo largo de su dilatada y accidentada historia. Carlos III decretó y reguló su expulsión el 2 de abril de 1767 a través de su famosa Pragmática Sanción en fuerza de Ley para el extrañamiento de estos Reinos de los Regulares de la Compañía, ocupación de sus Temporalidades, y prohibición de su restablecimiento en tiempo alguno, con las demás precauciones que expresa. A lo largo de todo el documento, lo más parecido que encontramos a una explicación de la decisión y de las causas que podían justificarla, es lo siguiente: “… que su propósito era mantener la subordinación, tranquilidad y justicia de sus pueblos y ciudades y proteger a su pueblo y asegurar el respeto a la Monarquía”. Para mayor abundamiento, hoy diríamos para mayor opacidad, se decretó el silencio total sobre este asunto. El consenso académico sobre la cuestión es prácticamente total: se utilizó a los jesuitas para salvar la imagen de la propia Monarquía y buscar una víctima propiciatoria que pudiera calmar las revueltas populares que se produjeron a raíz del motín de Esquilache. Recuérdese que el mismísimo rey Carlos, asustado por la fuerza que iba cobrando la revuelta, abandonó Madrid para ir a refugiarse al Palacio Real de Aranjuez.

En pleno siglo XX, más concretamente el 14 de octubre de 1931, Manuel Azaña, representante de Acción Republicana, pronunció en las Cortes el conocido discurso en el que afirmó: “España ha dejado de ser católica: el problema político consiguiente es organizar el Estado de forma tal que quede adecuado a esta fase nueva de la historia del pueblo español… Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado”. Aunque el artículo 26 de la nueva constitución republicana establecía la disolución de todas las congregaciones religiosas y la nacionalización de sus bienes, la única que sufrió este proceso sería la Compañía de Jesús. Esta era la quinta ocasión en que tuvo que disolverse y desprenderse de sus bienes.

Proteger a su pueblo y asegurar el respeto a la Monarquía, salvar la República y el Estado y, ahora, terrorismo y organización de grupos de delincuentes, han sido los argumentos utilizados. Una orden religiosa o una pequeña universidad poniendo en peligro todo un Estado. Cuando faltan razones aparecen la demagogia y los argumentos vacuos. Se trata más bien de salvar el poder y hacer desaparecer cualquier atisbo de crítica, acabar con la pluralidad de pensamiento.

Decía M. L. King que la verdadera tragedia de los pueblos no consiste en el grito de un gobierno autoritario sino en el silencio de la gente. Y esto, además del hecho en sí, es lo realmente preocupante, aunque nada nuevo, por otro lado. El silencio que ha seguido a la decisión de la dictadura nicaragüense ha sido casi generalizado. Se ha pronunciado, en efecto, la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, aunque hay que decir que con un comunicado que, por lo escueto del mismo, casi roza la omisión. También se ha pronunciado el Instituto Internacional de la Unesco para la Educación Superior, este sí, con absoluta rotundidad y poniendo de manifiesto la vulneración del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que la propia Nicaragua ratificó en 1980. Pero callan de manera casi ominosa los “grandes” defensores de la libertad con mayúsculas. No importa que se cercene el derecho a la legítima defensa, a una educación libre, a la libertad de opinión o a la formación del espíritu crítico, eso que tanto temen los absolutismos, ya fueran de ayer o ya sean de hoy.

El populismo suele estar muy cerca de la ignorancia que quiere contagiar a sus pueblos; no saben, sin embargo, que de las veces que fue expulsada la Compañía del nuestro y de otros tantos países, emergió con la fuerza necesaria como para ser hoy una de las instituciones educativas de mayor reconocimiento y prestigio del panorama universitario internacional. Esta no será una excepción.

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