Ansia viva

Óscar Lezameta

olezameta@huelvainformacion.es

Lo único que me importa

Catastrofistas al margen, la vacunación es un logro de todos y un paso más para recuperar esa vida que se nos arrebató

Ha pasado un mal año. Como todos. Vive sola desde que el apoyo de su vida abandonó este mundo para vivir en el que su mente se había empeñado trasladarlo hacía tiempo. No quiere recordarlo en sus últimos días, sino como era cuando era él. La salud como la de todas las mujeres, frágil pero indestructible. Un mal embarazo la dejó tocada y la espalda no es la que era. Dice que le cuesta levantarse y andar como cuando era joven, aunque cada vez que visita al médico o comparte malestares con la familia, da gracias al cielo por haber tenido la oportunidad que muchos otros no tuvieron, la de haber llegado a una edad suficiente como para padecer esos achaques.

Le costó superar el luto y salir de esa zona de bienestar que todos construimos y en la que se había instalado, donde se sentía cómoda y era feliz a su manera. Los dos se complementaban e hicieron un mundo particular en el que se sentían satisfechos. Cuando le faltó, se refugió en ese universo y le costó entender que la vida era lo que había desde ese día hacia adelante, que el pasado sólo son recuerdos y lecciones. Lo hizo acercándose a quienes son como ella y descubrió que cada uno carga con lo suyo a cuestas de la manera más digna.

Una partida de cartas cada tarde, unos cafés de los que no quiere prescindir y unos cigarrillos que debió dejar a un lado hace tiempo, fueron los que la ayudaron a continuar donde lo dejó, con esa facilidad y esa risa contagiosa que hace derribar los muros que pensaba infranqueables y que, con un poco de su parte y comprensión por el resto, la hicieron sentir otra vez como debía.

Tiene a sus dos hijos lejos. Las servidumbres del trabajo los mantienen alejados desde hace décadas, aunque cogen el coche cada vez que pueden para verla, para compartir recuerdos y ese cocido de los domingos; para regresar a su tierra que siempre lo será y para volver a hablar con el acento que se empeñan en no perder. El teléfono móvil, al que le costó coger el tranquillo, les hace más corta la distancia, aunque hay días que siempre está ahí.

Hace un par de días, recibió la llamada. Tenía una hora para llegar al hospital para ponerse la vacuna, de Moderna para más señas. Le dijo a quien le atendió que necesitaba una hora para ducharse, vestirse y llegar. Lo hizo. Hora y media después estaba en casa y no pudo dejar de llorar. El peligro sigue ahí, pero se ve más lejos. Seguirá con cuidado y con ese temor que aumenta la prudencia, pero ve más cerca su vida habitual, sus amigas, sus cafés y sus cartas. Ella es mi madre y tampoco yo puedo dejar de llorar desde el día en que me lo contó.

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