La traición

Desde entonces han hecho pagar muy cara la disidencia, atacándola con despiadadas campañas de acoso

Aquello se comparó, lo recordarán, con una especie de mayo del 68 virtual. Por entonces me había dado por experimentar en mis tiempos libres (aún no era padre y existía el tiempo libre) y había montado una especie de plataforma de periodismo ciudadano que terminó demostrándome muchas cosas sobre periodismo ciudadano, muy pocas de ellas buenas. La cosa es que casi sin darme cuenta me había convertido en un activista. De pacotilla, pero activista al fin y al cabo. Los indignados, nos llamaban, y clamábamos, cada cual con sus armas (yo, con la palabra, que es la única que tengo siempre cargada) por el final del bipartidismo turnista que se estaba comiendo la democracia española a costa de puertas traseras, eres, chiringuitos y chanchullos de lo más variopinto. Coincidió todo aquello con la crisis financiera que puso de moda los recortes, multiplicó los desahucios, destapó la corrupción de las cajas de ahorros y los políticos que las dirigían y acabó con buena parte de la clase media española. Los ciudadanos estábamos, efectivamente, indignados, y las redes sociales eran un hervidero de opiniones y de información (sesgada, como ahora, solo que entonces no nos dábamos cuenta) que propiciaron un movimiento social sin precedentes en nuestra historia. Gente de izquierdas y de derechas, jóvenes y mayores, mujeres y hombres sin afiliación conocida nos lanzamos a la calle, para sorpresa de todos los que mandaban por entonces, exigiendo que por una vez dejaran de mirarse al ombligo, nos escucharan y atendieran las necesidades reales de la gente. La cosa empezó a chirriar muy pronto: con las acampadas arrancó el desvarío y algunos nos dimos cuenta de que en realidad nos estaban robando. De que entre unos cuantos nos habían echado de nuestra propia fiesta. Luego llegó el partido político, claro, y los que aún conservaban la fe de los indignados los votaron, y llegaron al Congreso, y algunos, después, al poder, y desde allí pusieron en práctica el plan que, supongo, llevaban urdiendo desde el principio: la ejecución de una campaña continua y sistemática de propaganda diseñada, primero, para hacernos creer que su discurso era el único posible, el de la gente de bien, el nuestro; y segundo, para poder catalogar de proscrita, sin réplica posible, cualquier otra forma de entender la realidad que no fuera la suya, atajando el más mínimo intento de expresarla. Desde entonces han hecho pagar muy cara la disidencia, atacando con despiadadas campañas de acoso a cualquiera que se haya atrevido a oponerse a su discurso, a su moral, fuera de la que solo hay fascistas y enemigos. Equiparando la divergencia a los delitos más terribles y pisoteando la garganta de quien se atreve a elevar una voz discordante. Polarizando. Enfrentándonos. Aprovecharon nuestra indignación para engañarnos con sus caritas de niño bueno, y cuando nos fuimos a dar cuenta ya nos habían salpicado a todos con su sucia bilis de rencor y de odio. Con sus mentiras de charlatanes tristes y resentidos.

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