
Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Vida bendecida
Con 23 años me fui a vivir a Irlanda. Acababa de terminar mis estudios y como la gran mayoría de mis compañeros de profesión, me tocó buscarme la vida porque no había un trabajo esperándome. Mis padres me dijeron desde bien niña que mi única herencia iba a ser una carrera. Y como no había presupuesto para el Máster de mis sueños y acababa de finalizar mis últimas prácticas en una tele de Huelva, me lancé a la aventura de mudarme a la casa de una familia dublinesa para aprender, desde dentro, el idioma y de paso, la forma de vida, el clima y las costumbres del país irlandés.
Recuerdo el primer día que me desperté en aquella cama y a través de la ventana, a pleno día, se veía oscuro. También recuerdo así el siguiente. Y el otro. A pesar de los paisajes de cuento, del verde y la naturaleza que lo envolvía todo, no podía despegarme de la piel aquel frío con el que tuve que aprender a vivir (aunque nunca me acostumbré), durante cuatro meses. Como a todo en la vida, terminas haciéndote con las cosas. Me hice al idioma, al carácter nórdico, a llevar bolsas de agua caliente bajo la ropa (sí, lo mío con el frío es una historia de terror), a mi nueva (y encantadora) familia adoptiva, a mis amigos, a la comida... me hice tanto a aquello que cuando me llamaron para ofrecerme, por fin, un trabajo "de lo mío" en Huelva, a pesar de que era mi sueño, sentí hasta pena. Eso sí, una pena que me duró el tiempo de bajarme del avión. Recuerdo el olor, la brisa en mi piel y el frío tan del sur que sentí en el rostro al pisar el aeropuerto de Sevilla. Era diciembre pero lo sentí agosto. No por la temperatura, sino por el "calor" que desprendían las azafatas del vuelo con acento sevillano, por el ruido que había en la cafetería al desayunar, los abrazos de mis padres y la "tostá con aceite" con la que me estaban esperando.
Desde ese día, supe dos cosas. La primera, que todos somos capaces de adaptarnos y de, incluso, ser felices, en cualquier lugar del mundo. Y la segunda, que ese lugar del mundo, para mí, siempre sería Andalucía y en especial, Huelva. Calidad de vida, sabor, luz, cercanía, color... Andalucía me lo ha dado todo. El pueblo en el que me crié, la playa en la crecí y me enamoré, la capital donde comencé a ejercer el trabajo de mis sueños y el rincón que me inspira a seguir creciendo personal y profesionalmente. Y aunque muchos nos critiquen, como decía Lola Flores, ¿Tú sabes por qué a mí se me entendió en todo el mundo? Por el acento. Y no solo me refiero a la forma de hablar...”
También te puede interesar
Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Vida bendecida
Gafas de cerca
Tacho Rufino
Trabajo en babuchas
Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Premios y castigos
Yo te digo mi verdad
Manuel Muñoz Fossati
Indefensos ante la guerra
Lo último