Los medios occidentales no se ocupan de ellos. Son personas que trabajan, acompañan, denuncian… tan discreta como arriesgadamente. Están en el ojo del huracán, pero nadie lo sabe, menos unas cuantas multinacionales y ciertos políticos que comen de sus manos. Y sin embargo, la supervivencia de comunidades indígenas, pescadores, campesinos, y seguramente también nuestro futuro como especie, depende en buena medida de su actividad en defensa de los derechos medioambientales. En esa defensa muchos de ellos se enfrentan a torturas, persecuciones, amenazas y, en fin, la muerte.

El guión de esta película es el de siempre: la necesidad de recursos que alimenten el engranaje del crecimiento económico sitúa las fronteras de la explotación en confines cada vez más alejados de nuestra burbuja europea. Los países empobrecidos, más vulnerables en todo, acumulan la mayor parte de las heridas infligidas al planeta. Cuando la voz de los pobladores locales se alza, cuando la gente con conciencia se enfrenta a la gente sin escrúpulos, saltan chispas. Y el peligro se hace real, y el riesgo se hace agresión, y la violencia se hace muerte. Una ecuación tan simple como implacable.

Quizás les suene el nombre de Berta Cáceres, una hondureña asesinada en 2016 por defender los derechos de su comunidad indígena contra una empresa china que iba a construir una presa hidroeléctrica. Pero nada sabemos de los 400 líderes sociales, sobre todo mujeres, asesinadas desde ese mismo año en Colombia, por oponerse a la agroindustria y la extracción de recursos no renovables. Tampoco de los activistas de derechos humanos amenazados o muertos en Guatemala, país donde la represión se vuelve especialmente virulenta: nombres como el de Yuri Melini, que fue tiroteado y salvó milagrosamente su vida; o como Kelvin Jiménez, que esta misma semana ha sido agredido y encarcelado por su trabajo en pro de los pueblos indígenas. Son solo algunos de los defensores de los derechos de la tierra que siguen siendo invisibles para la mayoría. Pero su trabajo no lo es.

Por eso hay que romper el silencio, hablar de ellos, ponerles nombre y rostro. Por respeto a lo que se juegan. Porque defienden lo que es de todos. Porque su esfuerzo debe alentar nuestro activismo, tantas veces de salón. Y porque cuando callen una voz habrá tras ella diez, cien, mil voces dispuestas a gritar. También la nuestra. Como decía Berta Cáceres, ya no queda otro camino que luchar.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios