El precio de un kilo de sardinas

Uno podría pensar que mi oficio es una basura. Que para qué buscar una buena historia.Para qué contarla siquiera

Verán: el ego en esto del periodismo se vende barato. Hay mucho, y la ley de la oferta y la demanda es inexorable, ya saben. El mío (mi ego, quiero decir) se fue por el retrete hace más de veinte años, cuando me vendieron un kilo de sardinas envuelto en las páginas de un suplemento que el día antes había cerrado la mar de orgulloso. Radiante. Contento. Era el primero que hacía yo solo, un periodista casi imberbe. Un pringao. Lo cuento siempre que surge la ocasión: aquello fue un golpe de realidad. En plan: "no te subas a la parra, Paco, que tu trabajo al final solo sirve pa envolver el pescao". En realidad, mirado en perspectiva podríamos decir lo mismo de casi todos los demás. Mira el pintor, por ejemplo: un cuadro en el que ha trabajado, yo qué sé, dos años, y termina encima del cabecero de una cama cualquiera. Leche, visto así al menos el mío sirve para algo.

Total, que mi ego, como digo, se quedó allí, en la vieja lonja de El Rompido, envuelto con las sardinas, aunque no por eso flaqueó mi gusto por el oficio, ojo. Un arte efímero, sí, que tiene una mañanita de vida -ponle un día si tienes suerte- para acabar envolviendo pescado o hacer cosas peores (hablo del papel, claro, no te puedes limpiarte envolver nada con un enlace de Internet). Y encima está mal pagado, no se crean que todos somos Susana Griso o Matías Prats, por no hablar del impagable desprecio de muchos a la profesión, de la cantidad de payasos (ya saben a quiénes me refiero) a los que hay que aguantar cada día y, sobre todo, de la brasa que dan algunos con eso de "Tú que eres periodista, a ver si publicas algo de…", que os digo ya que es lo peor de todo.

Vamos, que así expuesto uno podría pensar que mi oficio es una basura. Que para qué esforzarse en buscar una buena historia. Para qué contarla siquiera. Para qué comerse el coco pensando en una manera original de hacerlo. Para qué darle mil vueltas a un texto o tirarse una semana entrevistando a un tipo al que un ictus lo dejó en coma y después en silla de ruedas. Para qué si, al final, tus páginas van a acabar de improvisado envoltorio de vete a saber qué.

Pero luego resulta que ves en las redes sociales unas fotos y un agradecimiento para ti. Resulta que al tipo del ictus le enmarcan las páginas del reportaje del que es protagonista y lo ves la mar de contento, luciéndolas con orgullo y diciendo que va a ponerlas en el mejor sitio de su habitación. Entonces te das cuenta de que, solo por eso, tu trabajo ya merece la pena. De que, aunque lo que haces cada día lo mismo sirve para envolver sardinas que para secar una encimera, también puede hacer feliz a una persona porque el tuyo es, en realidad, el mejor oficio del mundo. Gracias, Fini, por recordármelo.

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