La confesión del asesinato de Gabriel por parte de Ana Julia Quezada ha sacudido hasta la médula a toda España. Así, con la desnudez amarga de los hechos, tendrá que hacer su trabajo la justicia, pese a que los medios de comunicación ya hayan dictado su propio veredicto a base de manosear sentimientos, titulares escabrosos e insistir en la maldad de la horrenda madrastra. Esta misma semana los padres del niño habían pedido públicamente un tratamiento respetuoso y responsable del juicio en los medios. Pero, en la dinámica mercantilista que ha engullido a la información, la tajada de audiencia es una tentación irresistible, y la tendencia al sensacionalismo hace lo demás.

Es complejo escapar a la inercia del morbo. No lo digo solo por los periodistas, sino por el público, por todos nosotros, ávidos de detalles íntimos, mirones del dolor ajeno, consumidores de pornografía de los sentimientos. Somos cómplices de una perversión informativa que termina convirtiéndose en pegajoso chapapote, que mancha, ensucia, contamina. El caso del pequeño Gabriel es paradigmático, pero me vienen muchos a la cabeza. La cobertura que se ofrece de la violencia contra las mujeres, por ejemplo, está repleta de decepciones e incoherencias, más tristes aún si se piensa en la responsabilidad que compete a los medios para prevenir esa violencia y tratar adecuadamente a las víctimas. No es fácil informar sin caer en ciertas rutinas. Pero sí se puede huir de la victimización -sobre todo si se trata de una chica joven-, de reforzar los estereotipos machistas, de las fotos tomadas de las redes sociales sin consentimiento, del llanto de los familiares en primera plana.

¿No es posible un pacto ético contra esa indolencia? ¿No se acabarán alguna vez las filtraciones judiciales, las violaciones del derecho a la intimidad de la víctima y su familia, el exhibicionismo que alimenta una curiosidad malsana? Son necesarios el compromiso y la autorregulación de los medios, la seriedad para separar información y entretenimiento, sin duda. Pero en ese pacto tenemos que entrar todos. Los espectadores nos contaminamos de ese tipo de visión, comenzamos a mirar la realidad a través de ese filtro, y eso es tan preocupante como la falta de conciencia de los periodistas. Ojalá encontremos la manera de limpiar esta sensación de suciedad desde lo hondo, y sacar de allí mismo, allí donde nos reconocemos humanos, lo que nos quede de compasión y sentido crítico.

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