El hombre de la zona azul

Amargas experiencias que avalarían ante cualquier juez mi animadversión hacia esa forma tan infame recaudar dinero

Una máquina de zona azul en Huelva.

Una máquina de zona azul en Huelva. / M. G.

Confieso que la zona azul y yo no nos llevamos especialmente bien. Digamos que tenemos asuntos pendientes. Rencillas. Amargas experiencias que avalarían ante cualquier juez mi animadversión hacia esa forma tan infame de recaudar dinero a costa del paupérrimo bolsillo de ciudadanos que ya pagan sus impuestos utilizando la espuria justificación de la movilidad, las bolsas vivas de aparcamientos y toda esa verborrea que yo, ustedes y, por supuesto, ellos mismos sabemos que es un paripé descomunal.

La cosa es que allí me vi el otro día, frente a una de esas indeseables maquinitas del demonio, implacable recaudadora solar de impuestos, descubriendo algunas nuevas razones para odiarlas un poquito más.

El hombre, mayor (septuagenario, puede que incluso octogenario), sujetaba con dedos nerviosos un folio que parecía una cita oficial impresa, seguramente, por un hijo o algún nieto. Miraba fijamente a la vil cobradora sin atreverse a tocar nada, tratando de entender qué puñetas tenía que hacer con todas aquellas teclas y por qué no había forma de que le dejara meter en la ranura las dos moneditas de euro que iba moviendo de mano en mano.

Yo lo miraba hacer hasta que otro señor, también mayor pero algo más joven, reclamó mi atención para preguntarme, se veía venir, cómo leches funcionaba la tragaperras. Tuvieron suerte, porque aquí un servidor, que sabe que al enemigo hay que conocerlo bien para poder vencerle, lleva años preparándose contra los tickets de la zona azul, así que en un pispás (dígame la matrícula, hasta qué hora van a estar por aquí, dónde está aparcado exactamente no sea que la liemos y sea la azul en vez de la naranja, dele a ese botón, al verde, eso es, y ahora espere a que salga por el hueco de ahí y póngalo usted por dentro mejor pero quédese con ese trozo que es el resguardo que estos de las multas son muy cucos y en cuanto se descuide se la ponen) estaban ya los dos con su impuesto revolucionario pagado y colocado en el salpicadero. Ambos andaban de camino a la Comisaría de Policía de ahí al lado (gire usted allí a la derecha, donde el instituto, y luego otra vez a la derecha y ya verá allí todos los coches de Policía, pues un poco más adelante, allí es) para renovar el DNI, que el hombre lo había perdido en el pueblo pero que menos mal que su nieto chico sabía hacer de todo con los ordenadores y le había sacado una cita para hoy y ya lo tenía hasta pagado, con estas cosas de las máquinas, que menos mal que está el nieto porque él ya no sabe ni cómo moverse por el mundo. Los dos se marcharon, por fin, caminando despacito por la acera y mirando de lado a lado, como dos niños chicos que salen por primera vez a comprar solos al kiosko.

Los vi alejarse mientras trataba de averiguar cuál sería el próximo inconveniente al que tendrían que enfrentarse y me pregunté cómo habíamos convertido el mundo en un lugar tan inhóspito para ellos. Cómo habíamos llegado a ser tan injustos, tan canallas, de complicarles tanto la vida, precisamente, a quienes nos la pusieron tan fácil. 

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