LA mecánica interna de este diario que da acogida a mis palabras, y las difunde cada viernes a los cuatro vientos para que lleguen hasta muchas otras personas que nunca conoceré personalmente, me exige que entregue mi artículo, éste que ahora lee usted, los martes de cada semana, y es esta circunstancia la que hoy me empuja a escribir sobre el amor y sus miserias a toro pasado, porque cuando los lectores de estas líneas las hagan suyas y cada uno las incorpore a su experiencia personal, el día de San Valentín ya será parte de nuestro pasado y los enamorados, que son impacientes por naturaleza mientras les dure la pasión, ya estarán empezando a pensar en su siguiente celebración amorosa, todavía a un año vista.

Y es este desajuste temporal, el de escribir en mi presente del martes 14 de febrero para los posibles lectores del viernes 17, o incluso de unos días después si un ejemplar impreso del periódico queda olvidado en un rincón de alguna cafetería, o del casino de un pueblo de la provincia, me ha traído de vuelta a mi memoria que cuando hace cuatro años el equipo de la Fundación Olontia pusimos en marcha la Feria Transfronteriza de Arte, lo primero que resolví como responsable gráfico del evento fue ese corazón, que es pieza clave de su imagen, en cuyo interior puede leerse el eslogan que la define por ser una feria de artistas, no de galerías, y sin ánimo de lucro por nuestra parte: Por amor al arte.

Y no fue su mayor o menor eficacia como eslogan la razón por la que mi memoria lo devolviera al primer plano de mis deseos, sino un pensamiento fugaz de muy largo recorrido, ya que me empujó a visualizar en una décima de segundo todos los rostros que forman parte de mi vida sentimental, como dicen que ocurre en puertas de la muerte aquellos que han vuelto a la vida tras ser declarados técnicamente difuntos: todos los momentos importantes de nuestra existencia se suceden entre nuestras sienes a una velocidad de vértigo para desafiar la noción del tiempo, puesto que toda una vida se comprime en un instante.

Y este repaso instantáneo de los rostros de quienes me quisieron, me llevó a recordar y a condensar en una décima de segundo muchos momentos de mis relaciones sentimentales, tanto de amores que me parecieron gozosos y redentores, como de naufragios tan canallas como inolvidables, para llegar a la conclusión de que incluso los más sublimes también tuvieron sus espinas y decepciones, dejando un sabor agridulce en el paladar de la memoria. Decepciones que no he sufrido jamás con ninguna de las muchas obras que he ido adquiriendo a través de mi vida, y que ahora le dan contenido y personalidad a la Colección Olontia de Arte Contemporáneo, porque ellas no cambian nunca y, por tanto, jamás me han hecho sufrir. Y, además, porque el arte es un veneno que, como afirmaba mi querido amigo Julio Juste, no tiene antídoto.

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