Treinta años no son nada, especialmente si se comparan con los casi mil que tienen la Universidad de Bolonia o la Oxford o, incluso, los más de 800 de la de Salamanca. Pero para la Universidad de Huelva 30 años son toda una vida, entre otras cosas, porque son “nuestra vida”: la mía y la de muchos otros que hemos pasado por sus aulas y laboratorios y que, en ocasiones, hasta nos hemos quedado en ella. No sé por cuánto multiplica esto, pero estoy segura de que por mucho. Yo comencé mis estudios en el Colegio Universitario de La Rábida en el año 1983. Tenía entonces 17 años y una ilusión enorme por comenzar una nueva etapa de formación. Me había costado mucho decidir qué estudiar y mentiría si no reconociese que una de las cosas que me inclinaron hacia la Historia era que esta carrera se podía estudiar en Huelva y que con ello no cargaría sobre la economía familiar unos costes que, realmente, el sueldo de mi padre no hubiera podido respaldar. Sí, me honra decir que, desde mi niñez, soy un caso prototípico de persona montada en el “ascensor social” de lo público. Ese ascensor invisible en el que nos montamos los hijos de los trabajadores que queremos estudiar y en el que subimos de piso en piso gracias a la gratuidad de la escolarización y esas becas que sufragan nuestros gastos básicos. Conozco a fondo cada piso y no les oculto que en algunos he visto caras raras que la miran a una como a una intrusa y que parecen preguntar “¿Qué hace esta aquí? ¿En qué colegio estudió? ¿Quién es su padre?”.

Primero hubo que luchar para no tener que irse a Sevilla cuando se superaban los tres años de comunes; luego hubo que reclamar que el profesorado de ida y vuelta se transformara en un profesorado estable; más tarde, que las licenciaturas colgaran de su propia facultad. Finalmente, hubo que empezar una larguísima huelga y echarse a las calles para tener una Universidad propia e independiente en la provincia.

De los más de 50.000 estudiantes que ya se han formado en la Universidad de Huelva, un elevado porcentaje han estado, como yo misma, montados en el “ascensor social” y han sido ellos y ellas la primera generación universitaria en familias que durante siglos habían reproducido una vida laboral sin cualificación, construyendo, cultivando, atendiendo tras una barra, limpiando, vendiendo, conduciendo… Me emociona esa felicidad indescriptible, orgullosa y redentora, que sigo viendo en los rostros de los padres durante los actos de graduación, porque saben que la Universidad pública les podrá dar un futuro mejor a sus hijos e hijas, como ingenieras, enfermeros, abogadas o profesores.

A lo largo de sus 30 años de breve, pero intensa, fértil y benéfica historia, la Universidad de Huelva ha transformado nuestra provincia probablemente más que ningún otro acontecimiento del pasado. Ha promovido la educación y la cultura, el progreso social, la fijación de la población al territorio, la investigación sobre los temas de su interés y la preservación de los valores ciudadanos y democráticos. Hemos ayudado a las empresas a crecer y también las hemos creado, hemos ayudado a proteger la biodiversidad y a cuidar de nuestras riquezas naturales, hemos dado a conocer el patrimonio y lo hemos revalorizado, hemos asesorado, apoyado y difundido, siempre vinculados, desde la pluralidad, la tolerancia y la independencia, a las causas más nobles y más esencialmente humanas.

No hay mejor publicidad que la que nuestros estudiantes internacionales esparcen por el mundo ni mejor marca de prestigio que la que la Universidad de Huelva abandera por el mundo.

¡Feliz 30 aniversario, UHU! ¡A por más!

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