La velocidad con la que se producen hoy día los acontecimientos y la interrelación entre muchos de ellos, con sus correspondientes consecuencias, producen tal acumulación de ideas, interpretaciones, propaganda… que cuesta discernir, desde una pretendida imparcialidad, la realidad de los hechos acontecidos, máxime cuando desde medios informativos y en horarios de alta audiencia, el teórico informador se transforma en mero opinador –contradiciendo los criterios de Max Weber, en su versión sobre la ética de la responsabilidad– cuando califica como “fallecimiento”, un “asesinato”. Intolerable en cualquier medio, que queda desacreditado, así como el propio informador protagonista del dislate. Pero es así y, además, esa ausencia de criterio ético responsable se traslada a la calle y a la sociedad generando intolerancia.

Los valores y los principios no pueden estar encorsetados y supeditados a las ideas irreflexivas porque en ese momento desaparece la posibilidad del debate limpio, consensuado, dialogante… que termina dando pie a la intolerancia, cuando no al odio. Así sucede cuando ante cualquier hecho de connotaciones trágicas, en cuanto a coste de vidas humanas, se pasa del esperpento al drama o viceversa, en función de posiciones ideológicas que a veces se pretenden justificar con una equidistancia a todas luces imposible e injustificada, sin olvidar las estupideces históricas, más propias de la incultura o analfabetismo, elaborando discursos sin sentido como el de la crucifixión de Cristo o el referido a la Fiesta Nacional como genocidio de los pueblos de América. Esto suena a Evangelio Apócrifo y a desconocimiento histórico y significado de la palabra genocidio, por parte de sus autores: Maduro y la señora Belarra.

Comentado esto, pero no desvinculado, da tristeza, sin olvidar el temor, comprobar que en estos momentos el futuro de España está en manos de dos personas con presuntas personalidades muy cercanas a lo patológico y que optan a un mismo objetivo personal, aunque de diferente dimensión, tal cual es la obtención del Poder y obviando, en ambos casos, el perjuicio a millones de terceras personas.

En el entreacto de esta escenificación de la contienda no faltan personajes con una alta carga de especulaciones y ensoñaciones idílicas pero muy rentables para sus propias aspiraciones también. Qué bella dialéctica, capaz de llegar a convertir un abucheo al presidente –incorrecto, sin duda, pero sin la dimensión de un escrache– de anécdota a problema de Estado con señalamiento preventivo de culpabilidad a la oposición, que tuvo en más de una ocasión que probar el amargo sabor del jarabe democrático elaborado por algún socio del presidente. Y así estamos. La paz mundial, quebrada en muchos sitios; los asesinados son fallecidos, mediáticamente; los españoles, injustos crucificadores y genocidas históricos… mientras dos personajes ansían su poder exclusivo por la vía de los halagos. Uno no soporta silbidos y otro rinde culto al maletero que lo encumbró.

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