Nadie duda que la empatía, la ayuda o la compasión son valores personales destacados; al tomar conciencia de ellos se convierten en habilidades relacionales y, dando un paso más, en objeto de estudio teórico y adiestramiento práctico. Esto último, sin embargo, puede producir cierta extrañeza, cierto pudor: como si se airearan en público virtudes privativas de la esfera íntima de los seres humanos, de su talante moral. Uno puede, o no, ser compasivo, porque se trata de algo voluntario, pero no exigible.

Me hago esta reflexión a propósito de un curso que ha impartido la UNIA en su sede de La Rábida, sobre compasión y relación de ayuda en la práctica asistencial. No son carismas especiales, se ha dicho allí, sino estrategias que los profesionales deben desarrollar en la relación con sus pacientes o usuarios. Los mismos sanitarios, en la exposición permanente a situaciones de tanto sufrimiento, se convierten en personas vulnerables, y ahí es donde se necesita ese entrenamiento o aprendizaje compasivo. La percepción opcional de la compasión se ha quedado muy antigua. Quien no esté preparado para afrontar estos cuidados, sencillamente no está haciendo su trabajo.

Esa necesidad ha ido cambiando ante nuestros ojos sin que apenas nos demos cuenta. Hace solo unos años, quienes necesitaban cuidados eran poco menos que gente inútil en una cultura marcada por el individualismo y la autosuficiencia. Hoy, tras la honda experiencia de vulnerabilidad que la pandemia nos ha dejado a flor de piel, el cuidado ha pasado al primer plano de la agenda política. Es como si de golpe hubiéramos caído en la cuenta de que, por encima de nuestro valor como individuos, como sujetos de derecho incluso, somos seres corporales, y que siempre estamos atravesados por una red silenciosa y anónima de interdependencia y cuidado: todos somos, sobre cualquier otra consideración, un cuerpo que alimentar, y lavar, y sanar. Sin cuerpo, y por tanto sin cuidado, no hay justicia que valga.

Es un momento clave para culminar ese salto de lo privado a lo público y construir un nuevo paradigma: el de la nuestra identidad como seres interdependientes, no autónomos; seres frágiles y necesitados de cuidados, que sufren, y se cansan y tienen hambre, y que mantienen una responsabilidad vinculante con la Madre Tierra, porque si ella no sobrevive nosotros no existimos. Las consecuencias políticas de este cambio en el discurso son inmensas. Y lejos de ser una utopía, ya se ha transformado en una urgencia.

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