Uno de esos canales que estos días nos han abrumado hasta la saciedad y el hartazgo con las campañas electorales -aquí en todo nos pasamos-, iniciaba el espacio con el lema Tú decides. Por una de esas lecturas precipitadas o por una dislexia fugaz, creí leer "Tucídades". Y me acordé del memorable historiador y militar ateniense, relator magistral de la guerra entre Esparta y Atenas cinco siglos antes de Cristo a quien respetamos como el máximo referente de la "historiografía científica" por el rigor de sus narraciones y la pulcra precisión de sus análisis, que nos llevan a elevarlo a la categoría de padre del realismo político. Y le recordamos, sobre todo, porque en el relato político de nuestro tiempo abunda todo lo contrario.

En una época de abrumadoras fake news, noticias falsas, rumores malintencionados y tanta jerga equidistante, tóxica, distorsionadora, manipuladora y sectaria, alentada por una progresía mediática que silencia cuanto no le interesa y propaga su dialéctica partidista, que provoca el enfrentamiento y enciende la polémica, se echa de menos ese realismo crítico, esa imparcialidad propia de la más genuina democracia.

Transidos y exasperados en muchos casos por tanto plebiscito seguido -los andaluces hemos visitado los colegios electorales tres veces en seis meses-, los que en la mayoría de los casos hemos cumplido con un sincero y razonado sentido democrático, los resultados políticos, stricto sensu, no pueden ser más preocupantes, provocando en el moderado ciudadano una inevitable sensación de incertidumbre y desasosiego. Es muy difícil para quien considera que ésta debiera ser una situación de estabilidad democrática, alterada eventualmente por los avatares electorales, no haberse sentido traumatizado por cuanto se vivió en la sesión constitutiva del Congreso de los Diputados.

Un mal comienzo y una ofensa, una afrenta, un ultraje inadmisible a la sede de la soberanía popular y a todos cuantos noblemente la representan. Los diputados nacionalistas con sus inadmisibles y grotescos juramentos por "la república catalana y por la libertad de los presos políticos", -entre otras desmesuras- no sólo perpetraron un ultraje a la constitución sino también un delictivo agravio al Derecho Constitucional y a la independencia judicial, además de intentar trasladar el turbulento clima de su propio parlamento catalán al Congreso de los Diputados. Ya oímos al fugado Puigdemont exigiendo a la presidenta del Congreso que desoyera a los letrados y anulara la suspensión de los procesados o al electo presidente del Senado refiriéndose a una "sentencia absolutoria" como solución del problema. El gran conflicto que, ¡entre tantos!, es el más grave que tiene planteado España. No hace mucho dábamos la razón al filósofo francés Bernard-Henry Lévy, cuando escribía: "El independentismo catalán da la espalda a la democracia y el humanismo".

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