F UI Rey Mago de la Cabalgata de Huelva hace ya muchos años. Lo fueron conmigo dos amigos entrañables, inolvidables: Juan Castro, artífice privilegiado de cabalgatas y acontecimientos festivos de la Huelva de entonces, padre de nuestro querido y excepcional pintor, Juan Carlos Castro Crespo, y Amador López Miranda, teniente de alcalde de Festejos en el Ayuntamiento, regido por un alcalde memorable, Federico Molina. Lo cuenta, entre otras memorias de esos reinados mágicos de la Huelva de siempre, en su delicioso libro, El gozo de la ilusión. Ocho décadas de la Cabalgata de Reyes Magos, que hace unos días se evocaba, nuestro entrañable compañero y querido amigo, Eduardo Sugrañes.

Aquella inolvidable jornada me ha dejado una huella imborrable y emotiva que recuerdo en todos sus felices momentos. Una tarde gris, ligera niebla y tímida lluvia intermitente a ratos, que no impidieron la presencia de miles y miles de personas en las calles y plazas de una ciudad ilusionada y feliz ante la presencia de los Magos. Ser uno de ellos era un impagable orgullo que celebraba sobrecogido y cautivado con la entusiasta expresión de miles de niños y mayores que animaban el regio cortejo y abrían sus brazos para recoger los caramelos lanzados por los Reyes. Ante tal entusiasta algarabía y tan singular contento alrededor yo lanzaba caramelos como un poseso. De tal manera que al llegar a la Plaza de la Merced se me terminaban. Me recomendaron mayor parquedad o acababa con las existencias. A duras penas podía resistirme a la insistente demanda de quienes presenciaban la cabalgata.

Tras incontables emociones en tan largo recorrido, una más cuando llegamos al Ayuntamiento. Ante la aglomeración consiguiente mi hijo Víctor, de poco más de 2 años, a pesar de mis largas melenas, profusa barba y poblado bigote postizos, me reconoció y corrió a mis brazos, abrazándome cariñosamente. Diversos amigos nos pidieron que les entregáramos sus regalos a sus hijos. La acogida fue afable y cordial. Tal vez tanta efusión obsequiosa, la lluvia y la ligera niebla hicieron que nuestro conductor chocara con un poste eléctrico. Fue en la Plaza del Huerto Paco. En el bar un taxi y el taxista que no nos quiso atender. Había terminado su jornada de trabajo. Tras un breve forcejeo verbal, donde se hizo valer la autoridad municipal y el amable entendimiento, el taxista terminó llevándonos al almacén municipal donde, tras despojarnos de nuestras regias vestimentas, regresamos a nuestros respectivos domicilios.

Pero tan gozoso día no había terminado. En casa no hice más que ducharme y cambiarme para dirigirme a la casa de mi amigo y compañero en la radio, mi querido e inolvidable Manolo Marín. Su madre había fallecido ese día. La interminable moche se alargó en uno de esos velatorios íntimos y familiares de aquellos tiempos en el propio hogar del difunto, para mí más afectivos. Un día muy feliz que terminó con un regusto amargo. Pero así es la vida.

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