Mirarse al espejo

La realidad no está hecha de retoques y filtros, sino de sufrimientos, de cargas que un día dejarán de ser "normales"

Hay momentos singulares en que la sociedad se mira al espejo y, de repente, no se gusta. Con sorpresa descubre una imagen hiriente e indigna de sí misma. No es que antes no la viera o disimulara, pero estábamos ya tan acostumbrados a vernos de esa manera, que esa imagen anómala, cruel la mayoría de las veces, pasaba desapercibida. Era, hasta entonces, un proceder viejo y rutinario, una idea que se acopla sin estorbar: lo normal, diríamos, lo indiferente. Hasta que un día, por el azar de las luces o las sombras, nos miramos extrañados, asqueados, y entendemos que lo que considerábamos "normal" es, sencilla y rotundamente, inaceptable.

El vídeo de las salvajadas que gritaron los estudiantes de un colegio mayor en Madrid es buen ejemplo de esto que digo. Si, a partir de su difusión viral, se acaba de golpe con esta bárbara tradición, todos podremos felicitarnos y mirarnos en ese espejo común sin que nos coma la vergüenza. Otros comportamientos y realidades igual de indecentes necesitarán más tiempo y recursos: el maltrato contra las mujeres, las violaciones y abusos, los accidentes laborales, los desahucios, el racismo cotidiano… La lista se hace larga, muy larga. Pero en todos los casos sucederá lo mismo: llegará un día en que el Dorian Gray social se asuste de su retrato, se remueva entre incómodo e indignado, incapaz de soportar lo que ve. Esa mirada nueva es en sí misma transformadora, y los cambios llegan. Más lentos o más rápidos, pero inexorables.

Así es como hemos logrado arribar a este punto, superar la indiferencia, mirarnos y reconocernos con orgullo y dignidad. Hay épocas en que los ojos se limpian y la imagen del espejo se vuelve más nítida, más cercana. En otras preferimos bajar los párpados, encerrarnos, dormir un pesado sueño de años o décadas. Es entonces cuando el retrato colectivo se enturbia, produce tanto malestar, acumula tantas frustraciones, que la única respuesta parece llamarse resignación.

Son malos tiempos para mirarse al espejo. Malos para que el retrato que contemplamos deje por fin su parálisis y empiece a moverse con la urgencia de los dolores enquistados. Y hace falta valor entonces para entender el espejo como lugar de resistencia. No de optimismo, pero sí de memoria, de convicciones, de autenticidad. La realidad no está hecha de retoques y filtros, sino de sufrimientos, de cargas que un día dejarán de ser "normales". Y esas arrugas del espejo nos devuelven el derecho a la esperanza.

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