Hace poco la ministra de Educación abrió el melón de la unificación de la prueba de Acceso a la Universidad, la que se conoce como Selectividad. Celaá prometió estudiar el asunto recogiendo la protesta de alguna comunidad autónoma, cuyos alumnos se sienten agraviados porque parece que su examen tiene más contenidos. Aquí en Andalucía los recién egresados del bachillerato están dispuestos ya a encerrarse para su momento más traumático como estudiantes. Vaya por delante mi solidaridad con estos jóvenes, y también mi deseo de tranquilizarlos: aunque es verdad que se juegan mucho, el examen no es difícil y acudirán a él con las máximas garantías de anonimato y ecuanimidad.

¿Puede afirmarse entonces que tendrán una prueba justa? En los mismos días en que aquí se reabría el debate de la selectividad única, en EEUU se acababa de anunciar que el examen equivalente a la EBAU será completado con un test que sitúe al alumno en su entorno social y económico. Pocas veces se ha propuesto una relación tan directa entre la calificación de un examen de este calado y el contexto del alumno, quizás porque cada vez es más significativa la injusticia latente en estas pruebas: un alumno de extracción social baja y dificultades familiares tiene más resistencias en su trayectoria académica que otro arropado por un ambiente culturalmente privilegiado. Y ese mayor esfuerzo, a juicio de las universidades americanas, ha de ser tenido en cuenta.

Por eso la cuestión de fondo no es igualar ciertas pruebas. En España los éxitos escolares están desde siempre más ligados al contexto familiar que a las capacidades del estudiante. Y lo que hace el sistema educativo es, dolorosamente, reproducir las desigualdades sociales. Mientras escribo no puedo quitarme de la cabeza a Rubén, un chico de mi barrio a quien, en la primera reunión de padres de la escuela infantil, cuando tenía tres años, una tutora con unos cuantos sexenios de experiencia auguró un aciago destino. El pronóstico se cumplió y hace poco que apareció muerto de una sobredosis. No había alcanzado la mayoría de edad. Más que por la igualdad de oportunidades al final del recorrido escolar tendríamos que trabajar por la equidad al principio del mismo, por la manera de intervenir en un sistema que recogiera las necesidades de las personas. En educación, igualar tiene que ser sinónimo de diferenciar. Ahora, para desesperación de muchos docentes, la mayoría de las veces es sinónimo de impotencia.

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