Todos estamos absolutamente persuadidos de lo que habría pasado si Pablo Casado o Albert Rivera hubieran dicho que hay que atacar a la Generalidad de Cataluña. Quim Torra, el testaferro del taimado fugitivo Puigdemont, especímenes representativos del mas abyecto, retrógrado y despreciable nacionalismo, dijo "hay que atacar al Estado". No pasó nada. Fugaces reprobaciones de los constitucionalistas, el presidente del Gobierno -que ha usado cinco veces el helicóptero en cuatro días a 5.000 euros la hora de vuelo- de perfil, como el que oye llover, con la monserga del diálogo que ni él mismo se cree; las evasivas grandilocuentes de su vicepresidenta con la locuacidad vacía que la caracteriza y la retórica discordante de los medios informativos calentando la polémica con el apoyo explícito de algunos, incluidos por supuesto aquellos cuyo mando maneja ahora a placer Pablo Iglesias, según publicaba nuestro periódico en el cuadrilátero de Esteban el pasado domingo. ¡Lo que nos faltaba!

No hay más que ver la que se organiza cada vez que se menciona la aplicación del artículo 155, dada la urgencia que requiere la intervención de la comunidad catalana ante los desmanes perpetrados por los independentistas y la falta de gobernabilidad de una región que económica y políticamente presenta cada día una situación más deplorable con las amenazas alevosas de sus líderes soberanistas de una creciente, constante e inquietante virulencia. Lo que es inexplicable y absurdo, en este y otros temas, es ese enfrentamiento obsesivo de PP y Ciudadanos. Me parece un error por ambas partes y una estrategia suicida en la actual disyuntiva política del país. En partidos que compiten en un espacio prácticamente semejante no se concibe que discrepen en asuntos como la guerra de los símbolos separatistas en espacios públicos, sean lazos amarillos, cruces y esteladas, muestras inequívocas e ilegales de esa excrecencia repulsiva y despreciable de este nacionalismo xenófobo y fanático.

En este país de tantas leyes, aunque muchas no se cumplan o no se doten del correspondiente presupuesto, ahora se trata de imponer la ley de la verdad, además de la ley de la memoria histórica, creándose una comisión que decidirá cuál es la verdad. Se echa por tierra la reconciliación que auspició la Transición y se vuelve a la reescritura de la realidad, el revanchismo a ultranza y el ajuste de cuentas. Recordemos aquello de "la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero". O lo que afirmaba Manuel Vicent: "Quien busca la verdad corre el riesgo de encontrarla". Si no sirven los innumerables testimonios de una y otra parte o los argumentos de los numerosos historiadores de uno y otro signo, cuéntese entonces todo con total libertad y sin prejuicios. De tanto mirar atrás -casi siempre con ira -, como Edit la mujer de Lot en el relato bíblico, podemos convertirnos en estatuas de sal.

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