Siempre que se escribe sobre la memoria de un famoso su biografía adquiere relieves hagiográficos que no siempre responden a la realidad más auténtica. Así ha ocurrido con la reciente muerte de Bernardo Bertolucci (26-11-2018), elevándolo a la máxima categoría de los directores de cine italiano. Con el respeto a cualquier opinión y aun admirando muchas de sus películas, no se puede obviar la larga lista de realizadores de los últimos tiempos como Rossellini, Blasetti, De Sica, Germi, Visconti, Pasolini, Risi, Scola, Antonioni, Castellani, Bolognini, Fellini, Zurlini, Ferreri, Rossi, Olmi, Bellocchio… y con ellos Zavattini, especialmente con De Sica, un guionista excepcional del período neorrealista italiano, uno de los movimientos cinematográficos más trascendentales y notables de la creativa cinematográfica europea.

Y no podríamos olvidar que tan digno cuadro de directores que jalonaron una de las épocas más brillantes del cine italiano de la posguerra, de honda y significativa huella en ciertos aspectos de esta filmografía, que fueron coetáneos de otra pléyade de escritores italianos que configuraron una narrativa muy singular llevada al cine en algunas ocasiones. Un ámbito de creatividad que hay que ligar al cine inevitablemente. Así fue en el caso de Carlo Levi, cuya novela Cristo se detuvo en Éboli (1946), adaptó en 1979 Francesco Rosi, y lo mismo, podríamos decir de Pratolini, Soldati, Pavese, Brancati, Vittorini, Italo Calvino, Buzzatti, Morante, Bassani, Moravia, Sanguinetti, Berto (su novela Il cielo è rosso sería una gran película), incluso Tomasi di Lampedusa el autor de El Gatopardo (1958), convertida por Visconti (1963) en uno de los mejores filmes de la historia del cine. No podríamos dejar de lado a poetas como Fortini, Ungaretti, Montale, Saba, Quasimodo, el mismo Pier Paolo Pasolini y el propio Atlui Bertolucci, padre del director que hoy nos ocupa.

Porque Bernardo Bertolucci fue también poeta, junto a su gran amigo Pasolini, del que luego distanciaran divergencias políticas. Tuvo la gran influencia de su progenitor y ello se percibe en algunas de sus películas. Pero si hay que alinear a Bertolucci detrás de prestigiosos realizadores italianos como los que hemos citado, sí fue detrás de ellos lo más relevante de su generación y, como algunos se empeñan, su jefe de filas. Con 21 años dirige La comare secca (1962), con guión de Pasolini y con el espíritu de su película Accatone (1961). A su sensibilidad y el lirismo de sus imágenes, se une su profundo estudio de los personajes. Ya no faltarían en toda su obra como Prima della revoluzione (1964), una relectura de La cartuja de Parma, de Stendhal, digna de la libertad de Rossellini y en la que algunos ven "un clima proustiano". Cambia su estilo con Partner (1968), versión libre del relato de Dostoiewski, El doble, con demasiadas ideas en juego, las habituales diktak culturales de la época, que propenden a la confusión del espectador.

Todo cambió con una película que me es particularmente entrañable, Il conformista (1970), basada en la novela de Alberto Moravia, con su ámbito obsesivo del protagonista que sucumbe al poder de la sociedad contra la que lucha y con aquella impagable secuencia en que unas niñas, que venden violetas, cantan La Internacional. Sigue con La estrategia de la araña (1970), según un relato de Jorge Luis Borges -otra vez la literatura como base-, en la que Bertolucci imprime un aire romántico a su inconfundible compromiso político. Y llega el gran escándalo en 1972 con El último tango en París (con la inolvidable música de Gato Barbieri), un ámbito cinematográfico absorbente y claustrofóbico que rompe los esquemas del realizador: el sexo invade la ideología. Esa línea vuelve con un gran fresco épico y de grandes emociones políticas, Novecento (1976): el choque social entre la clase trabajadora y la burguesía en la historia de una amistad, la revisión de una Italia convulsa y la lucha entre el fascismo y el socialismo. Bertolucci puro, una gran interpretación de Gerard Depardieu y Robert de Niro y la excelente música de Ennio Morricone.

Entre sus delirios estéticos y su recurrencia retórica transcurren La luna (1979) y La historia de un hombre ridículo (1981). La gloria volvería con la multipremiada El último emperador (1987), donde recobra su relevancia épica y plástica. A partir de ahí la crítica fue menos favorable con las películas de Bertolucci, aduciendo que la introversión psicológica se imponía a su perspicacia política. Y así fue con películas como El cielo protector (1990), basada en la novela de Peter Bowles - de nuevo la dicotomía literatura-cine-, trasunto entre lo agónico y el existencialismo, un autor de culto en los 80; El pequeño Buda (1993), una intromisión en la espiritualidad oriental; Belleza robada (1996), donde la calidad plástica y conceptual cubre el vacío y la superficialidad del tema; Soñadores (2003), una recreación o revisión de las vivencias intelectuales y juveniles del Mayo francés de 1968 y finalmente, Tú y yo (2012), otro melodrama claustrofóbico también juvenil con las obsesiones cinematográficas del realizador.

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