Hace más de un mes que falleció el Papa Benedicto XVI y se sigue escribiendo y hablando de él, tal vez más que en los años en que, tras renunciar a su papado, permaneció humildemente recluido en su discreta estancia vaticana. Escribo sobre ello con retraso pero con orgullo porque desde el principio de su pontificado intuí que estábamos ante una gran personalidad de la Iglesia de su tiempo y ante un eminente doctor eclesiástico. Hemos tenido la suerte en los últimos años de conocer Papas ilustres, sabios y santos: Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I (de fugaz papado), Juan Pablo II y Benedicto XVI. Éste último especialmente por su gran sabiduría teológica y su obra literaria y doctoral. Cuando decidió su retiro -"en plena libertad, por el bien de la Iglesia", según dijo- algo menos de doce años, yo titulaba esta columna Adiós, Santo Padre. Escribía que esta decisión me dejó desolado, triste, desconcertado. Pero de inmediato acepté resignadamente la determinación adoptada por el Pontífice, confesando que le faltaban "las fuerzas para ejercer con el vigor necesario el ministerio" heredado de San Pedro. La absoluta libertad -como él afirmaba-, valentía, coherencia y humildad que siempre caracterizaron su elevada ejecutoria papal, su profunda e inquebrantable fidelidad a los fundamentos de la doctrina de Cristo, nos convencieron y consolaron para aceptar con respeto tan difícil resolución. El Papa, para los creyentes "nuestro único eslabón con Cristo", como escribía en su obra teatral Un hombre para la eternidad, Robert Bolt, guionista de la galardonada película dirigida por Fred Zinnemann en 1966, nos exhortó en su despedida a superar "la tentación de someter a Dios a los propios intereses". Un ejemplo en un mundo de relativismo emergente, de egoísmos insoportables, de vanidades abusivas. Mucho de esto se desencadenó después de su muerte. Junto a incontables elogios, también críticas y acusaciones injustas e injuriosas. Citaré a un corresponsal de un canal autonómico que lo calificaba de "ultraconservador". Todo lo contrario. Notable es la ignorancia de muchos, su odio a la Iglesia. y su patológico antivaticanismo. Resulta llamativo que se preocupen tanto por una institución secular que tanto desprecian. A la Iglesia, que desde sus inicios ha sufrido tantos dolores, persecuciones -aún siguen-, dificultades múltiples, divergencias, luchas y ataques perpetrados con saña y odio, nunca le faltaron fuerzas para sobrevivir, prevaleciendo durante más de dos mil años. Se nos fue Benedicto XVI, un sabio teólogo, un gran pensador que expresó con luminosa clarividencia la fe cristiana fundamentada en el humanismo y la razón, con argumentos sólidos, capaces de abrir un diálogo con el mundo actual y con otras creencias en su línea ecuménica. Los Papas pasan, la Iglesia permanece y "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Ellos contribuyen a que la Iglesia permanezca a través de los siglos.

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