No sé si todavía se siguen contando y recontando votos en algún recóndito condado del país de las barras y las estrellas, pero todo parece indicar que el próximo 20 de enero Donald Trump saldrá con sus maletas de piel por las puertas de la Casa Blanca. Y lo hará, curiosamente, igual que entró: utilizando los recursos de la democracia para intentar demoler sus fundamentos y valores. Coincidirán conmigo en que no hay ataque más duro a un sistema que cuestionar la limpieza del proceso electoral que articula la representación política. Este es, sin duda, el flanco más débil de la democracia, que, a fuer de pluralista y tolerante, eleva incluso al poder a quienes no creen realmente en ella.

Se va Trump de una política que entendió, en puridad, como uno de sus muchos negocios (un balance, en fin, de costes y beneficios) y toda persona de bien confía en que se lleve con él su demagogia, su xenofobia, su racismo, su negacionismo de la ciencia y ese concepto de la libertad que, finalmente, desvestido de toda exaltación y retórica, se circunscribe solo a la libertad de ganar, odiar y levantar muros. Sin embargo, incluso cuando se haya marchado, nos dejará esa cultura política del trumpismo, de la que él no es causa, sino consecuencia, y que se expande también por otros países bajo la forma del populismo radical y reaccionario, del insulto, del menosprecio a las personas y de la ley de la selva. La Historia nos dice que el fin del líder mesiánico no supone nunca el fin de sus ideas, así que no me cabe duda de que vendrán otros Trump: él no es sino un pequeño síntoma de la enfermedad, un accidente más de unos tiempos abruptos. No obstante, al menos por un breve espacio de tiempo, nos oxigenaremos sin su prepotencia y sus exabruptos y, quizás, aún podamos reconciliarnos con una política más humana y con un mundo que vaya a mejor.

Con todo, también hay que agradecerle a Trump algunas cosas. La primera, evidenciar que el mito de la democracia jacksoniana tiene los pies de barro y que, en pleno siglo XXI, una nación democrática no puede tener una cultura material del voto nacida en las postrimerías del Antiguo Régimen, cuando el liberalismo en pañales se esforzaba por contener los efectos presuntamente perniciosos del sufragio universal (lean, si no me creen, las actas de la Convención de Filadelfia de 1787). La segunda, demostrar una vez más que el progreso económico dista mucho de ser sinónimo del progreso moral (Rousseau dixit) y que el crecimiento económico y el pleno empleo de poco sirven para la construcción de una sociedad sana y civilizada si no van acompañados de equidad, sostenibilidad y respeto a los derechos humanos.

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