Entre el malo y el peor

Escuchando a los unos -"toda Cataluña se quiere ir de España"- o a los otros -"no ha habido un verdadero referéndum"- advertimos que la 'posverdad' está aquí

Entre el malo y el peor
Entre el malo y el peor
Bernardo Díaz Nosty - Periodista

03 de octubre 2017 - 02:25

La realidad no es un claroscuro ausente de matices. La cuestión catalana se ha trasladado del plano político, donde se dejó pudrir, al plano emocional. La razón no se orienta aquí hacia la síntesis de las posiciones que configuran consenso o pacto social, que son virtudes de la democracia, sino que se quiebra en una polarización insoportable -o con Rajoy o con Puigdemont- que ha conducido a lo que desde hace tiempo se vaticinaba con la metáfora del choque de trenes.

Siendo cierta la violación de la ley por parte del Gobierno de la Generalitat, el correctivo que apela a la rancia disciplina de la letra con sangre entra, y más ante una cuestión histórica de alcance político, desvirtúa parte del espíritu último de la ley y del código de valores en el que se asienta la cultura democrática. Claro que ha habido obstinación en las posiciones y se ha eludido el diálogo, pero, en esa tensión dialéctica entre Madrid y Barcelona, ahora ya no cuenta tanto quién arrojó la primera piedra, ni quién es el malo y quién el peor, porque las miradas sobre la realidad, dominadas por la pasión polarizada, apuntan inequívocamente a uno y a otro.

La cuestión catalana se ha trasladado del plano político, donde se pudrió, al emocional

Ni España es Rajoy ni Cataluña Puigdemont, pero sería un error no entender que ambos, según expresan los sentimientos enfrentados, proyectan sobre realidades complejas, plurales y heterogéneas, solo dos escenarios, y ahí radica hoy parte del problema. La geografía del silencio catalán se corresponde con la del silencio del resto de España, y cabe pensar que, si la ciudadanía no ha salido a la calle a expresar sus sentimientos, ha sido por una razón de prudencia o por no ir a remolque de quienes ya estaban envueltos en banderas y mitos sagrados antes, incluso, de que llegase la democracia.

Con seguridad que a los que lucharon contra el franquismo y construyeron lo que ahora se llama el régimen del 78, las escenas que vimos anteayer y la amenaza de una fractura del país les han secado el corazón, por situar la cuestión política en el ámbito de los sentimientos. La realidad es que, entre el 20-N y el 1-O, el contexto ha variado, y no sólo por el asentamiento de un Estado de Derecho en un marco supranacional democrático como el europeo, sino por el cambio que, especialmente a partir de la última crisis económica mundial, alumbra nuevas relaciones de influencia y poder.

Las experiencias recientes del referéndum del Brexit y las elecciones presidenciales en los Estados Unidos han descubierto nuevas formas de acción política que están degradando el paradigma democrático. En ambos casos, los nutrientes de la opinión pública se han visto contaminados por la irrupción de corrientes subterráneas de influencia, no siempre adscritas a las geografías nacionales, en ocasiones movidas desde las huellas digitales -el big data- a través de robots, activistas y troles ajenos a las reglas del juego. Acciones sobre grupos microsegmentados de los que se conocen sus rastros psicológicos para ejercer una influencia interesada que apela a las pasiones. Se vio en el Reino Unido cómo fue arrastrada parte de una opinión pública que, semanas después del referéndum, se manifestaba contrariada por la agitación promovida, en gran medida, por el marginal UKIP.

En un reciente artículo de Emily Bell, de la Columbia University, se constata que, durante las elecciones presidenciales estadounidenses, la influencia de los medios se trasvasó a las redes sociales, y de la reflexión y el debate de las ideas se pasó a la confrontación de las pasiones. Leyendo los comentarios de los lectores de las ediciones digitales y las trifulcas en las redes sociales del último mes en España, el choque de trenes venía siendo jaleado con irresponsabilidad por los hooligans, y las partes en conflicto aplaudían los gritos de los buenos y de los malos, atribuidos unos y otros, según el lado del insulto, de los peores estigmas.

También hemos asistido, y ahora parece que nos hemos olvidado de ello cuando lo tenemos en casa, al mal de la posverdad. Escuchando a unos -"toda Cataluña se quiere ir"- o a otros -"no ha habido referéndum"- advertimos que la posverdad está aquí, y lo que cuenta es el relato, mi verdad frente a la tuya, es decir, la negación de la virtud esencial de la democracia: el debate que conduce al consenso. Lo contrario, la polarización, es una cuerda que se tensa por los extremos y rompe el pacto de toda la sociedad. Saquemos a la calle -entiéndase como una metáfora- la razón que devuelve la voz a los sin voz y niéguese legitimidad a quienes monopolizan el discurso con posiciones excluyentes.

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