Historia

Las increíbles desventuras de Ximénez Rabadán, el obispo onubense de Canarias

  • Nacido en Zalamea en 1622, protagonizó uno de los viajes más extraños de la historia: iba de camino a Canarias, pero llegó hasta Puerto Rico por un despiste del piloto. Fue perseguido por piratas, lo secuestraron los ingleses e intentaron asesinarlo en su palacio

Mapa de la costa de Canarias, suroeste peninsular y África recogido en el ‘Teatro del Mundo’ de Abraham Ortelius.

Mapa de la costa de Canarias, suroeste peninsular y África recogido en el ‘Teatro del Mundo’ de Abraham Ortelius. / CENTRO NACIONAL DE INFORMACIÓN GEOGRÁFICA

Las cosas más curiosas de su vida, escribió una vez, le habían ocurrido en domingo. No se sabe si su incierta fecha de nacimiento cayó o no ese día de la semana, y desde luego no era domingo el día que intentaron asesinarlo, pero sí que comenzó en domingo su accidentado viaje, y un domingo lo acabó. Naufragó un domingo, se perdió un domingo y, para colmo de las casualidades, murió un domingo. No puede decirse que la vida del onubense Bartolomé García Ximénez Rabadán, obispo de Canarias entre 1665 y 1690, fuera precisamente tranquila. Recién nombrado por el Papa, protagonizó la travesía más larga de la historia hacia las islas Canarias: nada menos que seis meses de viaje gracias a un soberbio despiste. No acabó ahí la cosa: el prelado lidió con tempestades insólitas, secuestros, persecuciones, chantajes, amenazas piratas, motines agrícolas, luchas intestinas, políticos corruptos y hasta con un envidioso cura asesino. Entretanto, ayudó a los pobres de las islas, acabó con unas cuantas injusticias, erigió templos y ermitas, promovió devociones y salvó más de una vida, sin contar la suya propia, que también lo hizo, y varias veces.

Esta historia empieza en Zalamea la Real en el año de Dios de 1622, cuando nace Bartolomé, hijo de don Lázaro Martín Rabadán y de doña Leonor Domínguez. El pequeño se crió en la localidad onubense hasta que fue enviado a estudiar al colegio de Santa Cruz de Cañizares, en Salamanca, en cuya Universidad terminó siendo catedrático hasta su regreso a Andalucía como Canónigo Lectoral y Magistral de la Catedral de Sevilla. No tardó mucho en destacar por sus virtudes y conocimiento: con solo 42 años fue propuesto por el rey Carlos II para dirigir la diócesis de Canarias. El papa Alejandro II lo nombró el 14 de marzo de 1665, y el 5 de julio ya salía del puerto de Cádiz en una travesía que le ocuparía 178 días, un viaje que rozó lo absurdo, por lo largo y accidentado, y que empezó con un despiste monumental. A los pocos días de zarpar, el capitán de la nave en la que viajaba el obispo con su familia dio por hecho que la flota se había equivocado de rumbo e iba camino de las Azores, en lugar de las Canarias, así que decidió separarse de los demás y continuar el viaje por su cuenta pese a las reticencias de la tripulación y el propio pasaje, entre ellos el mismo obispo. No tardó el tiempo en darles la razón: pasados unos días, el piloto confesó que se habían pasado de largo las islas y bordeaban la cosa africana sin saber muy bien dónde estaban ni a dónde se dirigían realmente. Los vientos aliseos, que soplaban con inusitada violencia, y la fuerza de las corrientes les impidieron virarlo todo y volver sobre sus pasos, así que tuvieron que seguir navegando y poner rumbo a la única tierra segura que conocían, aunque no estuviera precisamente cerca: las Indias. Ni el barco ni la carga estaban preparados para una ruta tan prolongada, así que la primera decisión tuvo que ser la de racionar la comida y la bebida para alimentar a más de cincuenta personas durante un periodo incierto de tiempo. La segunda, localizar nuevas cartas de navegación para poder llegar al nuevo destino procurando no perderse otra vez. Les salvó el gusto por el conocimiento del propio obispo, que llevaba entre sus libros un ejemplar del Teatro del Mundo de Abraham Ortelius, el primer y más completo atlas del momento. No fue una travesía fácil: navegaron durante varias semanas a merced de las olas, el hambre y la amenaza de los ataques piratas. Pero todo tiempo, incluso cuando es malo, tiene su punto y final. O al menos su punto y seguido.

El 19 de julio avistaron el velamen de un gran barco que se les acercaba desde popa, y aunque al principio su alegría fue prudente, por el temor de que fueran corsarios berberiscos, pronto descubrieron que el buque llevaba bandera española y que se trataba de La Trinidad, la nave capitana de la flota con la que salieron de Cádiz y que, junto con otros dos barcos, habían terminado separándose también del grupo. Sorprendidos de ver al obispo, a quien hacían ya sentado tranquilamente en su despacho del palacio episcopal, se unieron a ellos en la búsqueda de tierra americana tomando la ruta a Puerto Rico, a cuya orilla llegaron, por fin y sin grandes contratiempos, el 9 de agosto, domingo.

Más de dos meses anduvo el obispo zalameño deambulando por el Nuevo Mundo hasta que pudo encontrar un barco que se dispusiera a llevarlos de regreso a España. Se trataba de una vieja y pequeña carabela, pero con eso bastaría, o eso creyeron. Al poco de partir, una tempestad de proporciones bíblicas desarboló el barco y rompió la caña del timón. Se vieron obligados a aligerar carga arrojando al mar bebidas, alimentos y algunas de sus más sagradas (y pesadas) reliquias. Con “cecina fría y mal bizcocho” -escribió Juan García Ximénez, primo, secretario y biógrafo de Ximénez Rabodán-, tuvieron que conformarse para subsistir durante varias semanas hasta que al fin, ya en pleno noviembre, fueron rescatados por una flotilla de mercantes ingleses. El obispo y su familia se alojaron a bordo de la nave almiranta mientras reparaban la carabela y colocaban el nuevo palo mayor, que les habían vendido los propios ingleses con una generosidad inesperada que acabó siendo un trampantojo: aquello no era hospitalidad, sino un secuestro. Al tercer día de hospedaje, el capitán les pidió mil quinientos pesos. El obispo, que no era desde luego un indiano rico como pensaban los británicos, salvó el pellejo dándoles el dinero que tenía, a lo que sumó su cáliz y la patena, su anillo episcopal y las cajas de tabaco que transportaba. Ni a mil pesos llegaba todo, pero bastó para que los dejaran continuar la ruta.

No hubo más complicaciones hasta que el 27 de diciembre, domingo, divisaron la isla de La Palma, aunque el mal tiempo, de nuevo, les hizo cambiar de destino y dos días después arribaron, esta vez sí, al puerto de Santa Cruz de Tenerife, donde fue recibido con gran júbilo por los canarios, que ya lo creían muerto. Fue una alegría efímera: después de casi seis meses de accidentado viaje, el obispo bajó tan delgado y extenuado que le auguraron no más de 25 días de vida. Por suerte, fueron 25 años, el segundo pontificado más largo de la historia de las islas.

Retrato del obispo Rabadán, en un fresco de la iglesia de San Francisco de Asís de Tenerife. Retrato del obispo Rabadán, en un fresco de la iglesia de San Francisco de Asís de Tenerife.

Retrato del obispo Rabadán, en un fresco de la iglesia de San Francisco de Asís de Tenerife.

Desde su sede tinerfeña del convento de Santo… Domingo, Ximénez Rabadán dispuso sus primeras diligencias como obispo de las Canarias. La primera fue enviar a su secretario a Gran Canaria para tomar posesión de la Catedral. Luego, ya repuesto del todo y enterado de que desde hacía décadas ninguno de sus antecesores había visitado la isla de La Palma, se embarcó para conocerla. Partió en julio 1666 desde el Puerto de La Orotava a bordo de la carabela que lo había traído de las Indias, pero contra todo pronóstico, porque en un mundo normal una cosa así no debería ocurrir dos veces, el piloto se pasó de largo y terminó arribando en el puerto de Tazacorte, desde donde tuvieron que marchar a pie por trochas y caminos imposibles. La visita duró poco: nada más llegar a la capital tuvo que volverse a Tenerife para hacer frente al llamado Motín del vino, una revuelta de los viticultores canarios contra los precios abusivos que habían impuesto los comerciantes ingleses para la exportación de sus caldos en la que participaron numerosos miembros del clero, ya que también ellos eran productores. El obispo fue llamado por el Capitán General de Canarias para que pusiera paz entre los clérigos, que fueron acusados de asaltar las bodegas de los ingleses, pero algo no encajaba, y así se lo hizo ver a la autoridad civil: era imposible que todos fueran realmente sacerdotes si los manifestantes eran más de 300 y en la isla sólo había 50. La mayoría, si no todos, eran agricultores disfrazados con la idea de que la Iglesia cargara con gran parte de la culpa.

Tras su aventura detectivesca, el obispo se echó de nuevo al mar el 20 de noviembre de aquel mismo año para visitar Gran Canaria y ocupar su asiento en la Catedral de Las Palmas, aunque en el trayecto volvió a sufrir una tormenta que lo desvió hasta el puerto de Agaete, desde donde llegó, tras una ardua y accidentada caminata, el 5 de diciembre de 1666. Siguieron muchos viajes de ida y vuelta a Tenerife, y desde ambas islas desarrolló una intensa actividad pastoral. El ‘San Pablo de Canarias’, como lo llamaron algunos dada su formidable producción de encíclicas, edictos y mandatos, escritos doctrinales, tratados, tesis y normas sobre todo tipo de temas, ocupaba así el día a día de un mandato que también estuvo bien cargado de reformas que le erigieron en protagonista de un buen número de conflictos con la autoridad civil y con el propio clero, acusado por unos y otros de defender ‘demasiado’ a los pobres y a los trabajadores. Predicó la humildad y la austeridad de la Iglesia cuando no era fácil hacerlo, y lo hizo además dando ejemplo: una cucharilla de plata era su único lujo, aunque el valor del cubierto en cuestión cotizó imparable al alza cuando le salvó la vida.

Para más espanto, el suceso ocurrió el 1 de noviembre de 1667, festividad de Todos los Santos, en las dependencias del Obispado en Las Palmas. Ximénez Rabadán se disponía a echarse a la boca un huevo pasado por agua, como hacía cada noche, pero percibió un sabor agrio y notó la clara algo dura. Probablemente hubiera seguido comiéndoselo de no ser por su cucharilla, que se ennegreció en contacto con el huevo disparando el sentido de supervivencia del obispo, que ya se había demostrado que era a prueba de bomba. Arrojó la cena al suelo y se obligó a vomitar mientras llamaba al médico, que le preparó varios antídotos que ayudaron a salvarle finalmente la vida. La investigación del jefe de cocina destapó una pequeña conspiración. Los huevos se habían aliñado con un compuesto letal de cloro y mercurio que había conseguido colocar en la cena un eclesiástico a quien Rabadán había apresado tiempo atrás. Afortunadamente no consumó su venganza, pero tuvo su castigo. Se ordenó que se le estrechara la celda, aunque no sirvió de nada, ya que logró escaparse sin que volviera a saberse nada de él. El obispo Rabadán, que padeció las secuelas del intento de asesinato el resto de su vida, presentó meses después su renuncia, pero tuvo que retirarla ante la presión de sus fieles, del Cabildo de Tenerife y del Capitán General de Canarias, que mandaron cartas a Madrid y Roma para pedir al Papa Clemente X que no aceptara la dimisión.

Aún con esos achaques, el onubense continuó con su imparable actividad pastoral en las islas, que visitó una por una en varias ocasiones, no sin nuevos incidentes: en 1675 viajó a La Gomera y El Hierro, y después a La Palma, con la intención de regresar a Tenerife más pronto que tarde. Sin embargo, tuvo que quedarse en la isla varios meses porque los puertos habían sido bloqueados por dos embarcaciones piratas que lo andaban buscando la para hacerle cautivo. Consiguió el obispo escapar de las garras de los berberiscos, como había escapado de otros azares a lo largo de los años. Poco tiempo después, una enorme borrasca lo sorprendió en uno de sus viajes a Formentera y lo obligó a tomar tierra a la fuerza, sin puerto ni ayuda, desembarcando en una orilla de gigantescos arenales que consiguió atravesar montado en camello. Así, entre incidentes más o menos curiosos, siguieron pasando los años en la azarosa vida de Ximénez Rabadán. Ya postrado en cama y recibidos los santos sacramentos, el 30 abril de 1690 (domingo) sufrió su primer accidente de apoplejía con convulsiones, y aunque logró superarlo, se repitieron durante sus últimos días hasta que, finalmente, falleció en la tarde del 14 de mayo del mismo año, víspera de Pentecostés. Un domingo, claro.

Dicen que cuando el mar reclama algo, termina quedándoselo cueste lo que cueste. Puede que solo sea lo que parece: una leyenda, una fábula de marineros que les sirve para recordarse a sí mismos que no hay que perderle nunca el respeto, pero al menos con el obispo Rabadán terminó siendo una realidad incuestionable. En un acto solemne al que asistieron vecinos y autoridades de Tenerife, además de gentes de las demás islas y de la Península (tal era la fama del prelado que hasta se repartieron reliquias como si se tratase de un santo), su cuerpo fue trasladado al santuario de la Candelaria, donde descansaría para siempre, o eso pensaba. El insigne onubense, que esquivó en varias ocasiones la muerte en el mar, no pudo evitarlos por separado y, esta vez sí, la noche del 6 al 7 de noviembre de 1826, durante un recordado y terrible temporal de lluvia y viento que asoló Tenerife, inundándose buena parte de la isla y llevándose, entre otras cosas, la ermita entera de la Candelaria, buena parte del convento, la imagen de la Virgen y los restos mortales del obispo Ximénez Rabadán, que acabaron, esta vez sí, en algún lugar en el fondo del mar.

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