Historia

El 'tesoro' del Piedras: un secreto de la historia de España enterrado en Huelva

Ilustración de Rafael Méndez.

Ilustración de Rafael Méndez.

Hay días en los que la lluvia cae con tanta fuerza y resulta tan violenta, tan salvaje, que parece enviada por un Dios enfurecido, uno que hubiera adivinado las oscuras intenciones de los hombres y quisiera detenerlos enterrándolos en agua y fango. Ahogándolos. Aquel era uno de esos. La noche, cerrada, estaba tan oscura que apenas daban para iluminarla ni los rayos lejanos y amenazantes de la tormenta que se venía encima ni los breves ribetes de luna que se asomaban de cuando en cuando tras la nube espesa que envolvía un cielo negro, como el destino al que parecía ligado. Bum, sonaba a lo lejos, y las gotas de agua le caían como ramilletes de agujas, clavándoseles con saña en las manos, que escarbaban a toda prisa para terminar de enterrar el maletín. Al este todavía se escuchaba el vocerío ansioso, exaltado, de los guardias. Los veía mover las lámparas de un lado a otro, como si agitaran minúsculas luciérnagas, gritando algo en nombre de la reina, y estaba convencido de que se lo pedían a él, de que lo buscaban a él, de que seguían sus huellas, aún en medio de aquel formidable aguacero.

Ilustración de Rafael Méndez. Ilustración de Rafael Méndez.

Ilustración de Rafael Méndez.

Bum, tronó de nuevo el cielo, haciéndolos callar de golpe e iluminando el suelo lo justo para que pudiera reconocer la silueta de su sombrero, que ya había dado por perdido. Lo cogió como pudo y se lo colocó, empapado como estaba, en un vano intento de zafarse del agua que le caía en los ojos. Se miró los dedos, que estaban negros por el barro y la lluvia, y se sacudió como pudo la arena de las heridas que empezaban a sangrarle en las palmas de las manos. Ya se las curaría, pensaba mientras aplanaba con ligeros golpecitos la tierra que tenía amontonada encima. Tomó algunas hojas y ramas que había apartado y lo cubrió todo lo mejor que pudo, a sabiendas de que todo el empeño que había puesto en ocultar la maleta podía caer en saco roto en cuanto lloviera un poco más o, peor aún, si se desbordaba el río. Pero no podía perder más tiempo. Se levantó, cogió la lámpara apagada, echó un último vistazo alrededor y apuntó algunos detalles más en el improvisado mapa que había preparado. Luego, echó a correr campo a través, como alma que llevara el diablo, en dirección contraria a la que había visto marchar a los guardias. Tenía pocas esperanzas de llegar a Portugal sin que lo detuvieran, pero, al menos, los secretos que llevaba consigo ya estaban a buen recaudo bajo tierra.

La historia de Antonio Carrión, si es que alguna vez se llamó así, no comienza con la escena de película que se describe líneas arriba, ni siquiera puede decirse que lo hiciera antes, sino que más bien empezó después. Mucho después: 122 años más tarde, para ser exactos, en 1982. El año del Mundial de Naranjito y el de la primera victoria electoral del PSOE, el año de la visita de Juan Pablo II, cuando se estrenó E.T., se lanzó el Commodore 64 y en la radio sonaban Me colé en una fiesta y Bienvenidos. Fue en ese momento, en pleno despegue de los años ochenta del siglo pasado, cuando arranca lo que hasta entonces había sido un relato oculto, una aventura anónima, que empieza a descubrirse en el doblao de una vieja casa abandonada en Cartaya, donde unos niños juegan a buscar tesoros entre cuadros, libros y cajas llenas de legajos y papeles. Lo que encuentran allí, sin embargo, no son joyas ni monedas de oro, sino una carta. Una sencilla hoja doblada en cuatro partes, amarilleada y oscurecida por el paso del tiempo y manuscrita con una caligrafía exquisita pero ininteligible para ellos. Las cuartillas, cuidadosamente dobladas, escondían una historia apasionante de espionaje, conspiraciones, secretos… y un tesoro, aunque sobre todo dejaba muchas preguntas en el aire a las que, no tuvieron dudas al respecto, solo podría dar respuesta el investigador cartayero Antonio Mira Toscano, que ya era por entonces conocido por su pasión por el pasado y sus conocimientos acerca de él, y muy especialmente si se trataba del de su propio pueblo. Los responsables del hallazgo le entregaron la carta para que la custodiara y descifrara los enigmas que planteaba, así que el historiador se puso manos a la obra.

“En principio no le di mucha importancia”, explica Antonio Mira, aunque sí que le llamó la atención que la carta estuviera fechada tan lejos, nada menos que en Burgos, hacía más de un siglo: el 21 de septiembre de 1866. También, que “con toda seguridad” se trataba de un documento original, una misiva dirigida al presbítero párroco de Cartaya. Poco a poco, a medida que iba leyendo, “quedé fascinado por la narración” de una aventura que, aunque nada tenía que ver con Cartaya, o al menos no directamente, sí que estaba muy relacionada con algunos episodios esenciales de la historia contemporánea de España. Unos sucesos que habían tenido lugar seis años antes: el levantamiento carlista de San Carlos de la Rápita (Tarragona), una intentona militar de sublevación contra la reina Isabel II que trató de proclamar, sin éxito, al pretendiente carlista Carlos Luis de Borbón como rey de España.

Mira Toscano decidió que había llegado la hora de ponerse a investigar en profundidad, y lo primero, claro, era averiguar a quién exactamente iba dirigida la carta. En sus líneas, el protagonista explica al párroco cartayero su intención de revelarle en confesión “un secreto que abriga mi pecho” y, aunque asegura no conocerlo personalmente, sí dice haber recibido “buenos antecedentes” de su “delicadeza y honradez”. En 1866, la fecha en la que se redactó la carta, el presbítero de Cartaya era Francisco Rodriguez Camacho, pero ese cargo los ostentaba desde hacía sólo seis meses, cuando sustituyó a Diego Gómez de Mora. Antonio Mira está convencido de que era a este último a quien se dirigía el escrito, porque, además, esas grandes cualidades del sacerdote aparecen también “en otra fuente histórica conservada”: el Diario del presbitero Celestino Maestre, que fue escrito poco antes: a mediados del siglo XIX.

Jaime Ortega y Olleta. Jaime Ortega y Olleta.

Jaime Ortega y Olleta.

El segundo misterio que había que desvelar se centraba en el autor. ¿Quién era realmente? ¿Cómo y por qué había llegado hasta Cartaya? Pese a que firma la carta como Antonio Carrión, es muy probable que ese no fuera el nombre real del protagonista de esta historia, como sostiene Antonio Mira Toscano. En su relato, el autor da a entender que era un militar de alto rango que había sido enviado a realizar “comisiones reserbadas de mi superior”, un tal “general Ortega”, en alusión a Jaime Ortega y Olleta, capitán general de Baleares y el militar que había capitaneado la conspiración contra Isabel II, en la que se había visto “gravemente comprometido”. La intentona se descubrió justo en medio de la misión secreta que le había sido encomendada, así que Carrión se vio obligado a huir lo más rápido que pudo en dirección a Portugal para, desde allí, alcanzar las islas británicas. Perseguido por la policía de la Reina, que estaba haciendo una auténtica purga tras el fracaso del golpe de Estado, trató de esquivarla tomando una ruta alternativa a través de caminos secundarios y poco transitados, y en esas estaba cuando llegó a Cartaya.

Cercado por sus perseguidores, y ante la posibilidad de que fuera detenido con los importantes y comprometedores documentos que llevaba en el maletín, no lo dudó y corrió a enterrarlo en “un sitio aproposito prosimo al de unos molinos que están hiendo para Lepe” desde el que, para más señas, se veía la situeta del pueblo de Cartaya. Allí, junto a un río, sacó “de la cartera papel y lápiz y formé del sitio un plano topográfico con todas las señas y medidas”, y luego empezó a cavar. Una vez acabada la tarea, siguió su peligroso viaje hasta Portugal, a donde, contra todo pronóstico, logró llegar sano y salvo. Desde allí, narra en la carta, viajó hasta Gran Bretaña, donde permaneció durante seis años hasta que regresó a Madrid de manera clandestina. No tardó en meterse de lleno en una nueva intentona contra la reina, esta vez al mando del general “Pierras”, que Antonio Mira identifica con Blas Pierrad, general al mando en la llamada sublevación del cuartel de artillería de San Gil, otro infructuoso motín contra Isabel II, que dio rienda suelta a toda la fuerza del Estado en la represalia, que se saldó con “infinidad de capturas” y numerosos fusilamientos en los días siguientes. Esta vez, no pudo escapar y acabó encerrado en la prisión de Burgos, desde donde había escrito su carta bajo el nombre de Antonio Carrión, del que “nada he podido averiguar” en las fuentes consultadas, explica Mira Toscano, que cree que “lo lógico es que esta firma corresponda a un seudónimo”, no en vano “estaba acostumbrado a vivir en permanente clandestinidad”.

Soldados carlistas. Soldados carlistas.

Soldados carlistas.

El oro y los secretos

La tercera pregunta es, posiblemente, la más importante: ¿qué es lo que se había enterrado? El protagonista lo deja claro en su carta al cura de Cartaya: el maletín contenía “la cantidad de 656 onzas de oro” y un cofre pequeño de ébano “con alajas de inestimable valor y barios documentos muy interesantes”. Es en el valor de esos documentos donde está la clave de esta historia. Como explica Antonio Mira: “Para cualquier historiador especializado en el siglo XIX español sería muy útil recuperar estos papeles comprometedores” porque resolverían algunas de las incógnitas que el general Ortega y Olleta se llevó a la tumba tras su fusilamiento días después del intento de golpe de estado, por ejemplo qué personajes e instituciones participaron realmente en la intentona, quién la financió o qué miembros de la familia de la reina, como se sospechó entonces, formaban parte de la conspiración. “Sin duda”, revela el historiador onubense, “de conservarse estos papeles es muy posible que hubiera que reescribir parte de la historia del carlismo”, y puede que la del propio país.

Pero ¿realmente acabaron en manos del párroco, o acaso nunca se encontraron? El prisionero había dado instrucciones al cura acerca del contenido y la ubicación del maletín, y le prometió en recompensa un tercio del oro si guardaba en lugar seguro el resto del dinero y los documentos, pero la realidad es que “desconocemos si el sacerdote entregó el tesoro a su propietario, quedándose con su parte”, o lo denunció a las autoridades para quedarse con la totalidad del tesoro. En la contabilidad de la parroquia incluida en el Libro de Cuenta del Culto de 1860 a 1869 “no se hace constar ningún ingreso extraordinario de suficiente valor ni donación alguna de relevancia”, asegura Antonio Mira, que entiende que el hecho de que “la carta no fuese destruida siguiendo las instrucciones de Carrión” demuestra que la intención del sacerdote no fue nunca la de quedarse con todo el tesoro: ¿Por qué dejar ningún rastro si hubiera sido así? Otra cosa es quién recibió la carta, ya que pudo haberse enviado directamente a la parroquia -y haber llegado, por tanto, a las manos de Francisco Rodriguez Camacho, párroco en ese momento- o dirigirse nominalmente a Diego Gómez.

Paraje de la Tavirona, donde pudo haberse enterrado el 'tesoro'. Paraje de la Tavirona, donde pudo haberse enterrado el 'tesoro'.

Paraje de la Tavirona, donde pudo haberse enterrado el 'tesoro'. / Jordi Landero

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En cualquier caso, el documento encontrado en 1982 no iba a acompañado de ningún plano y, aunque es verdad que se menciona en la carta, no se dice nada de que vaya adjunto a la misiva, con lo que para desenterrar el tesoro el sacerdote tuvo que haber deducido su ubicación a partir de las indicaciones del militar. ¿Dónde lo guardó? “Es lógico pensar que Antonio Carrión los escondiera en un lugar muy cercano al Camino Real de Sevilla Ayamonte”, deduce Mira Toscano. “Al llegar de noche al río Piedras, la barca de pasaje no estaba operativa, lo que le obligaría a pernoctar a la intemperie en espera de que amaneciese”. La existencia de molinos en las proximidades y la posibilidad de ver el casco urbano de Cartaya a lo lejos “nos confirma como posible lugar del enterramiento la zona comprendida entre el actual puente de la Barca y el Alto de la Viña”. Sin embargo, el historiador cree que es más plausible una segunda hipótesis: dado que la policía tendría controlado el pasaje de la Barca, el huido pudo haber optado “por un camino secundario que le permitiese aguas arriba cruzar el río Piedras a caballo”, por lo que “estaríamos refiriéndonos al paraje de la Tavirona”, donde además “también existe un molino mareal”, el de El Legrete.

Un dato relevante, que podría ser casual pero que apoya esta posibilidad, es el hecho de que durante la segunda mitad del siglo XIX, en la casa donde se localizó la carta “llegó a residir otro sacerdote, llamado Narciso Rodríguez, y su familia”, que curiosamente “ha tenido desde aquellos años una finca en propiedad justamente en ese paraje cartayero”, quién sabe si con la intención de encontrar el maletín. Que lo hicieran o no, no consta en ninguna parte. De hecho, es tan posible que alguien desenterrara el tesoro como que “no se haya desenterrado nunca”, y que aún siga allí, cerca de unos molinos, a orillas del Piedras, guardando viejos secretos de la historia de España bajo la humilde tierra de Cartaya.

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