Pedro María Gallego González, la vida es ancha

Gente de Aquí y de Allá

Era un tipo extraordinario al que le gustaba vivir la vida y disfrutar de ella

Pedro María Gallego González.
Pedro María Gallego González. / M.G.

Huelva/El pasado verano fui un día al bonito pueblo gallego de Cambados con la idea prefijada de ver a mi gran amiga Luisa, viuda de mi buen amigo y compañero Pedro, ya que no la veía desde el fallecimiento prematuro de él. No sabía si la iba a encontrar. Pero sí, estaba allí y quedamos en vernos y tomar un café en el Parador de Turismo. Estaba igual que cuando yo la conocía. No habían pasado los años por ella y hablamos un buen rato sobre él y sus hijos Anxela y Miguel.

A Pedriño, que es como ella le llamaba, lo conocí, igual que a Manolo Guillén, en nuestra Escuela de Ingeniería Técnica Topográfica de Madrid y desde el primer contacto hicimos una gran amistad. Pedro era un tipo extraordinario al que le gustaba vivir la vida y disfrutar de ella, igual que a otro compañero y amigo, Juan Lajusticia, maño al que también la muerte le sobrevino de manera inesperada.

Pedro había nacido en Sevilla, pero fue en Madrid donde conoció a una jovencita enfermera del Hospital de La Paz de la que se enamoró perdidamente. Y como la vida es amplia, tal como decía él, se fue a vivir con ella en un piso en Cuatro Caminos, muy cerca de nuestra Escuela, donde nos reuníamos muchas noches para estudiar Juan, Manolo, Toño, Cafrune, Pedro y yo mientras Luisa hacía guardias en el Hospital. Y nosotros, entre teoremas, principios, pantómetras y planchetas hacíamos un alto de vez en cuando para descansar y nos tomábamos unos vinos, acompañados siempre de buen queso, que nos encantaba. Y un día de esos él nos dijo que tenía que coger un avión al amanecer porque iba a Galicia a casarse. Y así fue, pero la vida siguió porque aún nos quedaba para terminar la carrera.

Ella pidió traslado al Hospital Virgen del Rocío sevillano y Pedro, al terminar y obtener su título, estableció su estudio en Sevilla. Pronto opositó al ayuntamiento de la capital andaluza y obtuvo plaza en los servicios técnicos municipales, donde conoció al ayamontino José Manuel, con quien se asoció para hacer juntos trabajos topográficos. Pero todo eso sin perder sus buenas relaciones con Manolo Guillén, a quien visitaba en Zafra, y naturalmente conmigo, que me visitaba en Punta Umbría, a la vez que nosotros lo visitábamos a él en su casa de Nervión, donde vivían sus padres. Él los visitaba diariamente porque la relación con su padre era muy especial y extraordinaria. Recuerdo el patio de su casa donde pasábamos unos ratos magníficos.

Cuál fue mi sorpresa un día que lo llamé por teléfono y me contestó su hijo Miguel diciéndome que su padre estaba ingresado en el hospital porque tenía un cáncer de garganta. Me quedé helado, sin habla. Sin duda Pedro era el mejor amigo que yo había tenido nunca. Era una gran persona, amable y amigo de sus amigos. No era el prototipo de sevillano. Él era distinto. No era lo que se suele decir “un mi arma”. Pedro era muy culto, sin ser pedante, un intelectual, un lector empedernido, se podía hablar con él de cualquier tema: de literatura, de música o de pintura. Recuerdo una visita que hicimos juntos al Museo de Arte Moderno de Cuenca para ver obras de Zobel y de Antonio Saura.

A los pocos días de recibir la triste noticia hablé con Luisa y ya Pedro estaba en casa. Al día siguiente fui a pasar la tarde con él, a modo de despedida. Estaba muy entero, como si no fuese con él. A escondidas, por la ventana, se fumó un cigarrillo sin boquilla, que es como le gustaban, y me dijo que ya qué iba a hacer, si ya la cosa no tenía remedio y por tanto por qué se iba a quedar sin su capricho. “La vida era ancha”, ya que no podía ser larga.

Solo pasaron unos días cuando me llamó Luisa para anunciarme que mi amigo Pedro había fallecido. Atrás quedaron nuestros anhelos y nuestras vivencias. Solo quedaba la enorme pena de haber perdido algo muy importante. Llamé a Manolito Guillén, que era otro gran amigo de Pedro y mío para comunicarle la hora del entierro. Pero él me dijo que lo sentía mucho pero que no tenía fuerzas para ir al cementerio a enfrentarse a esa dura realidad. Así que allí, en el sevillano cementerio de San Fernando, me vi entre mucha gente, pero solo despidiéndome de mi amigo del alma Pedro María.

Aunque se fue, Manolo y yo lo tenemos siempre presente y cada vez que nos reunimos lo rememoramos y hablamos de él y de sus cosas. Pedro siempre está con nosotros.

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