Historia

Conde de Regla: La leyenda del onubense que se convirtió en el hombre más rico del mundo

  • Pedro Romero de Terreros emigró, prácticamente sin nada, desde Cortegana hasta Nueva España, donde acabó siendo propietario de la mayor mina de plata del país

Retrato de Pedro Romero de Terreros, primer conde de Regla.

Retrato de Pedro Romero de Terreros, primer conde de Regla.

Ninguna leyenda es totalmente cierta ni absolutamente falsa. De eso saben mucho en el pequeño pueblecito de Huasca de Ocampo, muy cerca de la ciudad de Pachuca, en el estado mexicano de Hidalgo. Allí, la vida transcurre en un paisaje de cuento. Frondosos bosques de abetos y pinos, ocotes admirables, altos sauces o matorrales multicolores que crecen en un paisaje que a veces es una selva y a veces una gris montaña de piedras brillantes. Hay precipicios y cañones y ruidosas cascadas que dejan caer el agua limpia y fría de los tres grandes ríos que alimentan los arroyos, manantiales y lagos que lo rodean. Huasca de Ocampo es un pueblo mágico, de calles empedradas y techos de teja roja, así que no es de extrañar que allí, con los huasqueños, también vivan hadas y duendes. Por eso, cuentan, en las pequeñas casitas que se esconden entre las raíces de los árboles, viven los descendientes de Huauhtli, el duende que fue enviado al pueblo, por error, dentro de una canasta de amaranto con la que el dios Quetzalcóatl mitigó el hambre de los lugareños hace mucho, mucho tiempo.

Los paisajes de cuento de Huasca de Ocampo. Los paisajes de cuento de Huasca de Ocampo.

Los paisajes de cuento de Huasca de Ocampo.

Pero donde hay hadas y duendes también hay monstruos, y en Huasca tienen el suyo. Su recuerdo permanece en la memoria de cada habitante y de cada rincón de la localidad, y muy especialmente en una cueva oscura y fría. Lúgubre, como todas las cuevas, cuya salida está cerrada por una vieja verja de hierro flanqueada, para colmo, por las misteriosas siluetas de dos murciélagos. Perteneció, claro está, a un conde, que no era Drácula pero del que cuentan cosas terribles, como que allí mismo mató y descuartizó a su propia hija como ejemplificadora venganza tras haberla sorprendido besando a un capataz de la hacienda en la que vivían. La cosa es que es cierto que hubo allí un conde. Un hombre poderoso e inteligente, que fue probablemente el más rico del mundo y que sigue siendo uno de los empresarios más importantes de la historia de México. Y era de Huelva.

Pedro Romero de Terreros, primer conde de Regla, nació en Cortegana el 10 de junio de 1710. Procedente de una familia de humildes pero incansables trabajadores, muy queridos en la localidad, el quinto hijo de José Romero y Ana de Terreros iba a desarrollar su vida en la carrera eclesiástica, pero su suerte empezó a cambiar en 1717, cuando los negocios de su tío Juan Vázquez en la Nueva España empezaban a consolidarse y, al no tener (todavía) hijos, quiso traerse a su hermano mayor, Francisco, para garantizarse la sucesión. Tras los huracanes que asolaron la provincia de Huelva en 1720, sus padres decidieron aceptar la invitación y enviar al joven, que desembarcó en América en 1721 para morir, sorprendido por la fiebre amarilla, en 1728. Solo unos meses después ya estaba viajando hacia a Nueva España, para sustituir a su hermano, el protagonista de esta historia.

Pedro comenzó como empleado raso en el almacén de su tío Juan, cuya confianza supo ganarse, gracias a sus dotes como comerciante y administrador, hasta el punto de convertirse en heredero, albacea testamentario y gestor de sus bienes una vez fallecido, en 1735. El futuro conde, que tenía 25 años por entonces, comenzó a diversificar sus inversiones, moviendo el dinero entre el mundo financiero, el sector agroganadero y, principalmente, en las minas. En solo diez años ya había cuadruplicado su pequeña fortuna, que reinvirtió casi en su totalidad en la adquisición y rehabilitación de ‘La Vizcaína’, una de las minas de plata más importantes de Nueva España cuya mitad compró al empresario Alejandro Bustamante. El hombre murió poco después, dejando toda la compañía, la ‘Real de Monte y Pachuca’, en manos del onubense. Tenaz y especialmente seguro de lo que estaba haciendo, Pedro Romero de Terreros permaneció inasequible al desaliento durante nada menos que doce años más hasta que el proyecto de puesta en marcha de la mina se dio por concluido y empezó la producción. En 1762 era el dueño de la veta madre, ‘La Vizcaína’, y de otras nueve minas de oro y plata.

Hacienda de Santa María Regla, que fue la mayor planta de transformación de plata del país. Hacienda de Santa María Regla, que fue la mayor planta de transformación de plata del país.

Hacienda de Santa María Regla, que fue la mayor planta de transformación de plata del país.

Consciente de que todo no podía acabar con la mera extracción, Romero de Terreros compró ocho ‘haciendas de beneficio’ para dedicarse él mismo a la transformación del mineral en plata aprovechando los ríos cercanos para facilitar la molienda. Así, puso en marcha, entre otras, las fábricas ‘San Francisco Javier Regla’, ‘San Miguel Regla’, ‘San Antonio Regla’ y, sobre todo, ‘Santa María Regla’, considerada una de las más grandes, mejor equipadas y más productivas del Nuevo Mundo por su capacidad de transformación de la plata, como explica Laura Mier Gómez, de la Universidad Nacional Autónoma de México. No era para menos. Su ambición y su extraordinaria visión empresarial lo hicieron un adelantado a su tiempo capaz de diseñar estrategias empresariales nunca vistas hasta entonces para diversificar el negocio o economizar costes, como construir nada menos que un acueducto para el transporte del mineral, que sustituyó a un buen número de trabajadores y de animales de tiro, más caros y también más lentos.

Hasta aquí coinciden, más o menos, todas las biografías de Pedro Romero, que empiezan a dividirse entre quienes escribieron de él como un santo “y quienes le achacaban toda clase de maldades”, como explica el investigador Juan Romero de Terreros, uno de sus pocos biógrafos españoles y autor del libro Los primeros años del futuro Conde de Regla, del que está preparando una segunda parte en la que trata de desmontar la leyenda negra en torno a su figura, que nace a partir de las revueltas mineras de 1766 y de 1767. Consideradas como la primera huelga en las minas de América, sus consecuencias se prolongaron durante años y su origen estuvo, cómo no, en la compañía ‘Real de Monte y Pachuca’ y la idea de Pedro Romero de retirar un beneficio histórico de los mineros, el ‘partido’, por el que al finalizar su jornada laboral estos podían llevarse la mitad del último trozo de mineral que hubieran extraído. Don Pedro se percató de que existía un negocio paralelo y que los trabajadores reservaban las mejores piedras para el final, que luego vendían a los denominados ‘rescatistas’, que las pagaban a buen precio y extraían la plata en las haciendas de la competencia. Prendida la mecha, la bomba no tardó mucho en estallar. Los altercados e incidentes violentos fueron una constante durante esos meses. Los mineros lapidaron al administrador de las minas y al alcalde de Pachuca, abrieron las cárceles, amenazaron con destruir la mina y trataron de matar al conde. El empresario, enojado por el intento de asesinato y afligido por el fallecimiento de su esposa al dar a luz a su octavo y último hijo, decidió cerrar la mina y encerrarse en su hacienda de San Miguel Regla, donde se forjó gran parte de su leyenda negra y desde la que siguió dirigiendo sus negocios, que había ampliado a actividades como la agricultura y la ganadería tras comprar una veintena de fincas expropiadas a los jesuitas. Además, él mismo se convirtió en ‘rescatista’, comprando la plata extraída por los huelguistas, que la estaban robando de sus propias -y supuestamente cerradas- minas. Un negocio redondo.

La realidad es que ninguno de sus biógrafos, y han sido muchos desde hace dos siglos y medio, “acertó a trazar un perfil de don Pedro suficientemente completo ni documentado”, dice Juan Manuel Romero, aunque este mismo interés en mitificarlo “nos indica en primer lugar la relevancia del personaje en el virreinato de la Nueva España y nos recuerda la popularidad que tuvo en vida”. Imaginen: un empresario, rico y poderoso, de carácter seco y austero y que vivía prácticamente encerrado en una enorme hacienda fueron ingredientes suficientes para convertirlo en leyenda, aún vivo, o en el personaje malo de un cuento, después de muerto. Esa popularidad “ha perdurado hasta nuestro tiempo” y ha llegado a superponerse “a su importante legado como mecenas y filántropo”. Porque, eso sí, el conde fue generoso, caritativo, devoto y un fiel vasallo del rey Carlos III. Hay quien dice que por expiar sus culpas y hay quien sostiene que, pese a su fama, era un hombre bondadoso.

Romero de Terreros prestó y donó muchísimo dinero a obras pías y filantrópicas, incluyendo la propia Corona, a la que siempre rechazó cobrar intereses. Su fortuna llegó a la Iglesia, incluyendo las parroquias de su tierra de nacimiento, Cortegana, al Virreinato y al Reino de España (llegó incluso a regalar una fragata a la Armada), pero también alcanzó al pueblo de México. Una de las cláusulas del contrato con Alejandro Bustamante para la creación de la compañía minera decía que a la muerte de cualquiera de los dos socios, su mitad pasaría a propiedad del que viviera y que en cuanto la mina diera beneficios suficientes se debía crear un Sacro y Real Monte de Piedad, un banco que finalmente fue constituido en 1774, con fines únicamente benéficos y cuya función era ayudar a quienes necesitaban dinero y evitar que tuvieran que recurrir a los usureros. Hoy, con un carácter menos altruista, el banco creado por Pedro Romero de Terreros, rebautizado como ‘Nacional Monte de Piedad’, sigue siendo uno de los más importantes de México. Sus acciones le granjearon el favor de autoridades civiles, eclesiásticas, económicas y políticas y logró un elevado estatus social, refrendado luego por el mismo rey, que en 1769 le concedió su ansiado título de conde de Regla. El de la ceremonia de su investidura fue uno de los pocos grandes actos sociales que organizó don Pedro, más amigo de la discreción que del boato. Su rechazo de la ostentación y el lujo, que se reflejaba por ejemplo en su forma de vestir, contrarrestaba con su posición social, pero el conde de Regla fue un hombre dualidades. Era ambicioso y humilde, tradicional y reformista, amable e irascible, buscó distinciones pero nunca alardeaba de ellas, acumulaba fortunas que luego donaba generosamente… El 27 de noviembre de 1781, a las “ocho y tres partes” de la noche, murió Pedro Romero de Terreros, el primer conde de Regla, en su hacienda de San Miguel de Huasca de Ocampo. Fue enterrado como vivió: con una extraña mezcla entre la discreción y el boato. Cuando la noticia de su fallecimiento llegó a Cortegana, el párroco anotó al margen de su partida de bautismo, que aún se conserva, una frase reveladora de la opinión que se tenía de él en su pueblo: “…Este niño es uno de los héroes grandes de España...”. Puede que fuera así, que se tratase de un héroe. O puede que, por el contrario, sus actos fueran más parecidos a los de un cruel villano. También es posible que no fuera ni lo uno ni lo otro. La realidad es que pocos personajes “lograron poseer tan fuerte protagonismo en el país donde vivieron”, dice Juan Romero de Terreros, y aunque su perspectiva “legendaria” puede parecer ahora “incompleta o deformada”, sigue siendo de utilidad “para conocer el eco que se conserva en el México actual del personaje histórico”.

Hay quien considera, entre ellos su biógrafo, que don Pedro fue un precursor del capitalismo filantrópico, el primero de esos millonarios que dejaron parte de su fortuna para las buenas obras. Un Rockefeller o un Bill Gates del siglo XVIII, y ya se sabe que de ellos se cuentan todo tipo de cosas, desde organizar masacres a desatar pandemias. Desde luego, Pedro Romero de Terreros nunca descuartizó a nadie, y menos aún a ninguna de sus cinco hijas, pero eso es lo de menos. Si en Huasca de Ocampo hay duendes, ¿cómo no iba a existir también un conde malvado?

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios