Desde la asomada

Barcelona

  • Era la modernidad en España y "estaba orgullosa de serlo"

Postal de Barcelona.

Postal de Barcelona. / M.G. (Huelva)

Mi primera idea de la ciudad de Barcelona se produce siendo niña y está ligada al deporte. En Huelva había, creo, tres hinchas de Español de Barcelona, y uno de ellos era mi padre: ¿Del Español? ¿Pero, porqué?. Pues muy sencillo: Ricardo Zamora, el mejor portero del mundo en los años 20 y 30, jugaba en ese equipo y mi padre se aficionó a él, y como era hombre de fidelidades, ya nunca más cambió de camiseta.

Luego vino Serrat, y con él hice mis pinitos en la lengua catalana. Hasta que llegó a mi Colegio Santo Ángel una profesora de pelo corto y rubio, ojos pequeños y vivos, pícara sonrisa y voz templada que arrastraba una s susurrante. Se llamaba Julia Manzano Arjona. Ella nos habló de Arte, y esa materia la incorporé definitivamente a mi vida, nos habló de Filosofía, y amamos a la vez a Heráclito y a Parménides, nos habló de Utopía ( Tomás Moro, Walden 2, Un mundo feliz), nos incitó a reflexionar sobre la situación de la mujer en la sociedad… y nos habló de Barcelona. En esa ciudad había estudiado Psicología (“con P, con p”, nos decía, “porque sin ella estaríamos estudiando la ciencia del higo”).

La mayor virtud de Julia no eran sus conocimientos, que vaya si los tenía, sino su manera de transmitirlos, inclinando a aquellas mentes aún casi adolescentes a sumergirse en la pasión del saber, la necesidad de la reflexión y la agudeza de la mirada crítica.

Estábamos a principios de los 70, y ella nos hablaba de la Barcelona de aquellos años, del ambiente de libertad que allí se respiraba, de su amistad con el cantante Jaime Sisa, de los círculos literarios, del boom de la literatura hispanoamericana, cuyas primeras ediciones allí se cocían a la lumbre de Carmen Balcells. Y hasta de lo relativo de las modas culturales, ya que en Barcelona, lo más de lo más entre la intellitgentsia llegó a ser La Copla y… ¡ Antonio Machín!

Julia volvió a Barcelona pocos años después, y allí se ha consagrado como una de las grandes autoridades actuales de la Filosofía en España por sus estudios sobre Nietzche, Freud, doctorándose con el trabajo sobre la obra de su gran maestro, Eugenio Trías.

Así es que en la primera ocasión que tuve, ya en 1982, a Barcelona que me fui. Casi que íbamos con un diccionario español-catalán en prueba de buena voluntad, ese era el espíritu.

La recuerdo como una ciudad limpia, amable, cuidadosa con sus visitantes. Entonces canté como Sisa “súbete a Colón, súbete a Colón, desde allí verás la gran Barcelona”, por supuesto que nos trajimos el vinilo; recorrimos los barrios de mis referencias literarias: el Barrio Chino y Vallvidriera de Vázquez Montalbán; el Carmelo y San Gervasio de Marsé y sus Pijoaparte y Teresa; El Joglars, Gato Pérez… No sólo la cultura, también la contracultura (Ocaña, Nazario) hacían de ella una ciudad única y especial: ¡Barcelona era LA MODERNIDAD en España, y estaba orgullosa de serlo! Y si algún camarero algo ceñudo, a la pregunta de qué era una “escudella” nos dio su respuesta en catalán, tampoco le dimos mayor relevancia, graciosos los hay en todos lados. En fin, un viaje disfrutado y perfecto, ni un pero.

Volvimos en julio del 97. Seguimos percibiendo similar amabilidad, y disfrutamos de sus grandes museos, su Archivo de la Corona de Aragón, y más Dalí, más Picasso, más Miró, el Pantócrator de Tahull… y cantamos “La tieta”, el “Pare” y el “Ara que tinc” (yo es que soy muy de cantar).

Allí vivimos, o mejor dicho, sufrimos, las últimas horas de vida de Miguel Ángel Blanco: España entera, Barcelona en este caso, pendiente de la radio en bares, en tiendas, en la calle, y cuando se constató que el atroz crimen de ETA se había ejecutado, en aquél comercio en el que estábamos se hizo un sepulcral silencio y todos, todos, lloramos.

… Y sin embargo, algo había cambiado, era como si aquél espíritu abierto primigenio fuera cediendo ante una especie de ombliguismo reductor.

No he vuelto a Barcelona, pero las noticias que me llegan me hacen pensar que las cosas no siguen por el mismo camino, el de aquella ciudad que sugestionaba a propios y extraños, y que la convirtió en el epicentro de la cultura española.

El propio Eugenio Trías hablaba hace ya unos pocos años de “recuperar el espíritu de gran ciudad, civilizada y moderna, para Barcelona, frente a ese otro modelo de la Cataluña profunda, encarnado en sus burguesías rurales, que es el que se nos quiere vender desde la Generalitat [ …] No me importa la realidad catalana aislada, sino enmarcada en la realidad española”.

En similar línea, el escritor Marcos Ordóñez, en su libro Juegos Reunidos, dice más o menos lo que yo quería decir hoy, pero lo voy a expresar con sus palabras, de mayor solvencia: “Barcelona, como Alejandría, era un mosaico de culturas distintas. Quien no conoció Barcelona en aquella época [de finales de los 60 a mediados los 70] no ha conocido la dulzura de vivir, pero tampoco la posibilidad de una España distinta, que se perdió”. Y en ese adiós, qué pena, hemos perdido todos.

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