Literatura

Y Shakespeare inventó el mundo

Un ejemplar del 'First Folio' subastado en Christie's en 2020.

Un ejemplar del 'First Folio' subastado en Christie's en 2020. / Efe (Londres)

Casi da vértigo reparar en que la que tal vez sea la piedra angular de la historia de la literatura tuvo un nacimiento fortuito. Y es que William Shakespeare (1564-1616) nunca mostró demasiado interés en publicar su teatro. Sí puso el mayor empeño en divulgar su poesía, el género más prestigioso de su tiempo: sus largos poemas mitológicos e históricos como Venus y Adonis y La violación de Lucrecia, publicados entre 1592 y 1594, ganaron el favor de los lectores, especialmente de los más jóvenes (parece, sin embargo, que la publicación de sus Sonetos en 1609 se debió más a una decisión del impresor Thomas Thorpe que del propio Shakespeare). Sin embargo, para sus tragedias, comedias, dramas históricos y romances, el de Stratford-upon-Avon pareció contentarse con las ediciones en cuarto que mandó imprimir para los actores de su compañía, Lord Chamberlein’s Men, fundada en Londres en 1594 y rebautizada como The King’s Men en 1603 después de que Jacobo I la adoptara como compañía real. La tremenda sabiduría escénica de la que Shakespeare hace gala en sus obras, con una complejidad creciente especialmente desde el mismo 1603, cuando su compañía vio multiplicados sus presupuestos a cuenta del rey, invitan a pensar que para Shakespeare no había más consideración teatral que la del escenario mismo, la representación en sí, sin que la posibilidad de que sus textos fuesen leídos le quitase demasiado el sueño. Pero en 1623, siete años después de su muerte, los actores que habían trabajado con él decidieron reunir aquellos textos en un único corpus literario. Fueron líderes de aquella empresa John Heminges y Henry Condell, dos actores de The King’s Men que habían compartido tablas con Shakespeare, quien decidió abandonar la interpretación en 1605 para concentrarse en la escritura. Y la empresa no resultó en modo alguno sencilla: Heminges y Condell reunieron a todos y cada uno de los intérpretes que habían trabajado en las obras del Bardo desde 1594 para que aportaran sus textos a la causa. No siempre fue fácil dar con ellos, ni recuperar las piezas en su integridad dado que los actores no siempre guardaban sus libretos consigo una vez clausuradas las funciones. A menudo, diversos textos que parecían definitivamente perdidos fueron reconstruidos de memoria por quienes se habían aprendido sus papeles para llevarlos a escena. La confección del First Folio, nombre con el que se conoce popularmente aquella primera edición de las obras de teatro de Shakespeare, se debió así a un ingente esfuerzo colectivo cuyo relato daría hoy de sobra para una serie televisiva. Este año, por tanto, se celebra el cuarto centenario de aquella titánica aventura, al cabo una excusa tan válida como cualquier otra para volver a sumergirse en la lectura de las obras de William Shakespeare, seguramente una de las experiencias más asombrosas a las que tiene acceso la especie humana.

Paul Scofield, como el Rey Lear, en la adaptación cinematográfica dirigida por Peter Brook en 1971. Paul Scofield, como el Rey Lear, en la adaptación cinematográfica dirigida por Peter Brook en 1971.

Paul Scofield, como el Rey Lear, en la adaptación cinematográfica dirigida por Peter Brook en 1971. / RSC

Aquel First Folio, titulado originalmente Mr. William Shakespeare’s Comedies, Histories and Tragedies, contenía treinta y seis obras del Bardo. No estaban todas: faltaban Pericles, Príncipe de Tiro, un romance tardío cuya autoría shakespeareana es sólo parcial, por lo que su polémica inclusión en el corpus se demoró largo tiempo; dos obras coescritas junto al dramaturgo John Fletcher ya tras el regreso de Shakespeare a Stratford-upon-Avon en 1611, Los dos caballeros y Cardenio, basada en la novela que Cervantes incluyó en la primera parte del Quijote y reconstruida parcialmente en 2007; y Trabajos de amor ganados, secuela de la comedia Trabajos de amor perdidos desaparecida en su totalidad. Del First Folio llegaron a imprimirse unos ochocientos ejemplares que se distribuyeron pronto por toda Inglaterra y otros países europeos, especialmente Francia. De aquella tirada se conservan catalogados actualmente poco más de doscientos (el último se localizó en la Isla de Bute, en Escocia, en 2016), aunque tampoco han faltado versiones facsimilares harto logradas. El corpus conoció otras ediciones ampliadas y revisadas ya en la década de 1630, así como la publicación de obras sueltas que contribuyeron de manera temprana a la divulgación del legado (baste recordar la reciente aparición en la biblioteca del Colegio San Francisco de Paula de Sevilla de la edición de 1632 de La famosa historia de la vida de Enrique VIII, otro de los últimos títulos del Bardo). Pero ya en aquel First Folio estaban, plenos, los personajes que habían conquistado al público en teatros londinenses como The Globe, The Swan y The Rose y que no tardaron en convertirse en arquetipos universales, tomados por Shakespeare de muy distintas fuentes aunque transformados bajo su ingenio en fieles depósitos de humanidad: Ricardo III, Romeo y Julieta, Hamlet, Macbeth, la Rosalinda de Como gustéis, la Beatriz de ‘Mucho ruido por nada’, el Rey Lear y sus hijas, Falstaff, Otelo y el Próspero de La tempestad, sólo por citar a algunos, quedaron fijados en el papel al imaginario cultural futuro. A lo largo de la historia, críticos de la altura de Samuel Johnson y Harold Bloom han reivindicado la lectura de estos textos muy por encima de la representación de los mismos; en cualquier caso, más allá de la controversia, leer la obra de Shakespeare y verla en escena constituyen dos experiencias distintas y, digámoslo así, eficazmente complementarias.

Críticos históricos como Samuel Johnson y Harold Bloom han reivindicado la lectura de las obras de Shakespeare por encima de su representación

Marisa Paredes y Eduard Fernández, en el 'Hamlet' dirigido por Lluís Pasqual en 2006. Marisa Paredes y Eduard Fernández, en el 'Hamlet' dirigido por Lluís Pasqual en 2006.

Marisa Paredes y Eduard Fernández, en el 'Hamlet' dirigido por Lluís Pasqual en 2006. / Grupo Joly

Pero conviene no olvidar ese interés determinante de Shakespeare por la puesta en escena. Quienes visiten la reproducción de The Globe en Londres encontrarán una representación de las constelaciones celestes bajo el techo que cubre a gran altura la estricta dimensión del escenario mientras deja el resto del área circular, a disposición del público, al aire libre. Bajo el tablado se extendía un espacio hueco y vacío, presuntamente empleado para hacer emerger del mismo a seres del infierno y el inframundo, como demonios y fantasmas (tal vez las brujas de Macbeth) en las funciones que así lo que requirieran. Entre ambas latitudes, entre el cielo y el infierno, se encuentra el mundo: y es este mundo, exactamente, el que recrean las obras de Shakespeare, sin prestar demasiada atención a lo que pueda haber arriba y abajo (con contadas excepciones como la espectral aparición del padre de Hamlet y su penosa estancia en el Purgatorio, para escándalo del puritanismo anglicano). Más aún: si, para Harold Bloom, los personajes de Shakespeare son verdaderos inventores de la condición humana, en el sentido de que la preceden y la alumbran, cabe considerar por tanto a Shakespeare inventor del mundo mismo, en la medida en que el mundo es una traducción significativa que la humanidad hace del caos de su entorno. Pero esta naturaleza no obedece a un objetivo marcado por Shakespeare, sino a una misteriosa tendencia de la misma condición humana que sigue encontrando en estos personajes emblemas útiles. Como explica la catedrática de la Universidad de Oxford Emma Smith, autora de la estupenda monografía This is Shakespeare (publicada en 2019 y pendiente aún de traducción al castellano) y protagonista del más que recomendable podcast Shakespeare for all, Shakespeare no aspiró a crear arquetipos universales, sino a contar sus historias, en su tiempo y para su público; lo sorprendente es que estas historias continúan apelando a personas de toda condición como si acabaran de ser escritas: “Durante la guerra de Vietnam, muchas compañías independientes de EEUU comenzaron a representar Troilo y Crésida, una obra de Shakespeare ambientada en la guerra de Troya. Y lo hicieron porque aquella obra ponía las palabras exactas a las preguntas que cada vez más gente tenía entonces en su cabeza: por qué continúa esta guerra, quién se beneficia de ella, por qué tienen que ir a morir nuestros hijos. Aquella obra escrita en 1602 hablaba directamente al público estadounidense”. No siempre, eso sí, el modo en que lectores y espectadores se han sentido interpelados por Shakespeare ha sido de fácil digestión: hasta bien entrado el siglo XIX, la (libérrima) versión más representada en Londres de El Rey Lear concluía con el monarca y su hija Cordelia vivitos y coleando, ya que el trágico final original resultaba insoportable para la mayoría.

Shakespeare en lengua española          

Una representación de 'Romeo y Julieta' en el Shakespeare's Globe, en 2009. Una representación de 'Romeo y Julieta' en el Shakespeare's Globe, en 2009.

Una representación de 'Romeo y Julieta' en el Shakespeare's Globe, en 2009. / TSG

En cuanto a las versiones del teatro de Shakespeare en castellano, lo cierto es que la traducción de las obras del Bardo se ha convertido en un género en sí mismo. La tradición hispana fue, no obstante, particularmente tardía: Shakespeare leyó y disfrutó el Quijote en inglés, pero la primera traducción de Shakespeare al castellano no llegó hasta 1798 de la mano de Leandro Fernández de Moratín, quien decidió traducir Hamlet, sin tener entonces un excesivo dominio del inglés, tras ver una representación en Londres. A partir de aquí, el conjunto de traducciones es amplio y diverso, respetuoso con el verso y la prosa en la acepción original o irrespetuoso en fondo y forma. El diplomático gibraltareño de origen escocés Guillermo Macpherson tradujo al castellano entre 1873 y 1897 un total de veintitrés piezas en verso endecasílabo blanco, según el precepto de la escuela alemana. Fue Luis Astrana Marín quien presentó en 1929 la primera traducción de las Obras completas de Shakespeare, poesía incluida, en la edición más divulgada durante el siglo XX. José María Valverde hizo lo propio entre 1967 y 1968, aunque no menos encomiable es la traducción dirigida por Manuel Ángel Conejero desde la Universidad de Valencia. El lector puede encontrar hitos particulares en la traducción de Troilo y Crésida a cargo de Luis Cernuda, la que firmó de Macbeth Agustín García Calvo y el Hamlet de Tomás Segovia, aunque, teniendo en cuenta que la lista de traductores se acerca ya a lo inabarcable, cabe recomendar la traducción que Ángel-Luis Pujante ha venido vertiendo desde 1986 (disponible en distintas ediciones de Austral) como la mejor puerta de entrada al teatro de Shakespeare para el lector contemporáneo en lengua española. Y, ya que estamos, quien opte por la poesía podrá deleitarse con los Sonetos según García Calvo y con la extraordinaria traducción de la Poesía completa presentada por el poeta sevillano Antonio Rivero Taravillo en 2009. Sin menoscabo de la posibilidad de leer a Shakespeare en el inglés original, no es descabellado afirmar que buena parte de la mejor producción literaria en lengua española de las últimas décadas se encuentra en las traducciones del teatro del Bardo. Lo mejor de esta historia de la lectura que empezó hace cuatrocientos años es que no se acaba nunca.

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