Hacia el final de su magnífico Encyclopédie, el historiador alemám Philipp Blom recordaba que la Enciclopedia de Diderot y el Barón de Holbach no era sólo el compendio de un saber y el vademécum del mundo contemporáneo. Más allá de eso, Blom recuerda que, tras la Revolución, la Enciclopedia será también el recopilatorio, la suma, el recuerdo minucioso de un mundo inexistente: aquél que muere con las agitaciones de París y el advenimiento del Sire. Nadie que no haya vivido los años previos a la Revolución -escribirá Talleyrand, el frío y astuto Talleyrand-, ha conocido la dulzura de vivir. Y es esta vertiginosa brecha entre un tiempo y otro, entre una vida y la siguiente, la que plantea aquí el profesor Joaquín Rodríguez, pero no aplicado a los días de la guillotina y el tórculo, sino al mundo de hogaño, de cuya acelerada mutación somos espectadores, víctimas y beneficiarios.
Para esta alumbrar esta situación, Rodríguez acude a la secuencia histórica donde se incardina, y que principia por la invención de la escritura, el paso de la tradición oral a la tradición escrita, el uso de los papiros, los códices, la aparición de la imprenta, y así hasta llegar al mundo virtual que hoy disfrutamos/padecemos. Como cabe suponer, la intención de Rodríguez no es tanto la de emitir un juicio, favorable o adverso, de la sociedad actual, cuanto la de ofrecer el cuadro completo donde, necesariamente, se inscribe. Recordemos que San Agustín, en sus Confesiones, relata su visita a San Ambrosio y el modo en que lo halla leyendo en silencio, asunto que le sorprende muchísimo. Es decir, en Agustín de Hipona nos encontramos con un último vestigio de la literatura oral, que muere con Platón y que hoy desconocemos.
De algún modo, nosotros somos ya los vestigios, los pecios, del mundo que hoy se muere. Según el profesor Rodríguez, ese mundo futuro deberá ser hecho por y para el hombre y no en servicio de la productividad y la máquina. Un mundo, sin silueta aún, y que aún duerme en las brumas de lo por venir.
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