Little Richard: I am everything | Crítica

El arquitecto del rock'n'roll

Little Richard en una imagen del documental.

Little Richard en una imagen del documental.

Tres años después de su muerte en 2020, el cine documental salda la deuda pendiente con uno de los padres, si no el padre verdadero, del rock’n’roll, gran emancipador y creador de formas, ritmos y estilos de la que tal vez sea la gran manifestación de la cultura popular del siglo XX y cuyo sendero continuaron los Berry, Presley, Lewis, Cash, Beatles, Rolling, Bowie o Prince.

Y lo hace desde esa inevitable perspectiva contemporánea que pone al personaje nacido en Macon, Georgia, en 1932, como cuerpo de reivindicaciones y contradicciones a la luz de los estudios culturales, poniendo el acento en su condición negra y queer, y desvelando episodios que el propio Richard, torbellino de extroversión y fuerza de la naturaleza en el escenario cantando Tutti frutti, Lucille, Long tall Sally o Good Golly Miss Molly, no siempre asumió frontalmente o lo hizo con tendencia al escapismo o el autoengaño a lo largo de una trayectoria que osciló siempre entre el exceso y la culpa.

La de Little Richard fue una vida de biopic de manual: infancia humilde en el Sur segregado, rechazo del padre, amaneramiento y disfraz, trabajos precarios y una pasión por la música materializada como prolongación personalísima y arrolladora del rhythm & blues. Siguieron luego el triunfo y las giras, las películas y la televisión, las copias y versiones blanqueadas, la negación de los royalties y las reencarnaciones del personaje, que pasó del maquillaje y las lentejuelas, de las orgías, las letras procaces y las adicciones, al recogimiento y la alabanza gospel al Señor todopoderoso.

Sustentado sobre un generoso archivo y testimonios estelares (Jagger, McCartney, Jones, Rodgers, Waters) y académicos, afeado por algunas visualizaciones místicas y versiones contemporáneas, el documental de Lisa Cortés asume las contradicciones del personaje y también esa justa reivindicación de su descaro y su legado como gestos de justicia que redoblan el tardío reconocimiento de la industria en aquel homenaje en 1997 donde, entre el llanto emocionado y la sonrisa picarona de siempre, el propio Richard se autoproclamó como el creador de todos los que allí le aplaudían.