Mamacruz | Crítica

Ardores de senectud

Kiti Mánver en una imagen del filme.

Kiti Mánver en una imagen del filme.

Película de tema, a saber, el del despertar del deseo y la sexualidad femenina en la edad provecta, Mamacruz funciona como si estuviéramos en la España de hace 40 ó 50 años. Sólo así se entiende o se puede entrar en la calculada dialéctica entre represión y emancipación, entre frustración y liberación, que mueve a su protagonista, esa mujer esposa, abuela y madre, costurera de vírgenes, vecina discreta y fiel devota, que descubrirá por azar en la pantalla de su tablet todo un universo de imágenes pornográficas que dispararán su libido sepultada y, de paso, le harán ver el mundo que ella misma se había negado.

Rozando siempre la caricatura a su pesar, la película que dirigen y escriben Patricia Ortega y José F. Ortuño encadena secuencias de costumbrismo casero y sororidad confrontada (hay dos tipos de mujeres, se nos dice, las antiguas y las modernas) y deja convenientemente en los márgenes a sus personajes-muleta (la hija virtual, la nieta en casa, el marido-maceta, interpretado por Pepe Quero en una mala elección de casting), para acompañar a nuestra heroína de la sexualidad y el tiempo recobrados entre estampas de tupper-sex, inocentes sacrilegios iconoclastas, visitas al confesionario y fogonazos de sexo publicitario.

En su epicentro, Kiti Mánver vuelve a tener la responsabilidad de sostener a su ritmo sigiloso todo el armazón y el alma empoderada de un filme al que se le ven demasiado las costuras, no digamos ya el recorrido, sus etapas y el destino final, cuya imagen simbólica de dudoso gusto nos despide desde el sofá alumbrando un nuevo mañana para las mujeres de cierta edad y condición.