La imagen permanente | Crítica

Un plátano es un plátano

Una imagen de 'La imagen permanente', de Laura Ferrés.

Una imagen de 'La imagen permanente', de Laura Ferrés.

Flamante Espiga de Oro en la Seminci, el primer largo de Laura Ferrés, ganadora del Goya y un premio en Cannes por su corto Los desheredados, se adentra en un territorio tan personal como inexplorado por todo ese viejoven cine español que ha asaltado las pantallas y los festivales con unas parecidas formas neorrealistas y un regreso a lo rural como territorio para una cierta rememoración autobiográfica.

Bien al contrario, La imagen permanente reconstruye la memoria personal, familiar y de clase bajo una elíptica, minimalista y fragmentaria narración que parte de un pasado rural andaluz contado a través de la ritualización, las canciones y un peculiar uso del habla, las expresiones y los dichos, para recabar sin más aviso en un presente urbano donde la periferia y los no-lugares de El Prat de Llobregat, particular ámbito vital y simbólico para la cineasta, se convierten en espacios para un fantasmal reencuentro entre las raíces (perdidas) y la propia condición de la representación donde las imágenes revelan su ambigüedad.

En cierta forma, La imagen permanente aborda el relato de la emigración, el desarraigo y el mestizaje en la Cataluña contemporánea desde un rincón muy tangencial e íntimo no exento de humor y un tratamiento del absurdo cotidiano que se extiende de lo sentimental a lo político, de la vindicación de esas mujeres ingobernables de ayer y hoy al retrato sardónico del mundo del cine o la publicidad como espacio de manipulación.

Plagada de detalles, ecos internos y conexiones secretas, la película de Ferrés coquetea también con los tabúes materno-filiales y la diferencia sin proclamas ni subrayados, trabajando siempre desde la sugerencia y la alusión, desviándose constantemente de los formatos y géneros prestablecidos, de la reconstrucción histórica de su primer tercio a los testimonios documentales, del costumbrismo de barrio al retrato de tipos singulares, haciendo a sus no-actrices (extraordinarias María Luengo y Rosario Ortega en sus registros complementarios) trabajar el texto, un texto tan escueto como sugerente, en aras de un extrañamiento poético que deja más huella si cabe que cualquier ortodoxia al uso.

Finalmente, La imagen permanente es también un filme de reencuentros, empatía y emociones recuperadas que desliza su sutil discurso político entre los pliegues de unas formas muy controladas, una memoria porosa y una observación del presente que pertenecen tanto a su autora como a las fuentes familiares de las que bebe. Un debut que atesora un arsenal de ideas cinematográficas de primer orden que hacen preludiar una carrera más que prometedora.