El Rocío

El mundo en una escalera

  • Los rocieros de Coria colonizan la antigua Villa de Mures en un jueves que parece robado a noviembre Peregrinos de Vitoria llegan a la parroquia manriqueña, puerta de la marisma

Algunos tienen los ojos rasgados y hay quien se apellida Japón. Son los descendientes del samurái Hasekura Tsunenaga (el nombre se las trae), quien encabezó la expedición Keicho hace más de 400 años. Cuatro siglos después los corianos protagonizan otro desembarco cuando llegadas estas fechas se adentran en tierras manriqueñas. Allí se produce otra colonización. El mestizaje rociero entre dos pueblos de cordón grana que desgañitan sus gargantas cantándole a la Blanca Paloma. Uno viene del río. El otro, de la marisma. Y ambos, en este jueves de Pentecostés, saben como pocos acelerar los corazones. No importa la lluvia caída. Ni la larga espera soportada. Coria detiene el tiempo en los siete escalones de Villamanrique. En los peldaños de la historia.

En la antigua Villa de Mures huele a leña quemada. Lo que debía ser un hervidero de gente es una escueta hilera de personas que sortean, bajo los soportales, la manta de agua que cae sin misericordia en la plaza principal del pueblo. En el punto de información una adolescente reparte los folletos con el paso de las hermandades por este enclave. Horarios que el temporal ha redistribuido a su antojo. La Hermandad de La Algaba debía estar atravesando la villa en estos momentos, pero la lluvia le ha obligado a alterar su camino. En el Bar El Molino, un grupo de romeros canta sevillanas. Han suavizado el gaznate con una copa de aguardiente. Truena fuerte. Este jueves parece un injerto de noviembre en la piel de mayo. La manteca colorá se derrite en los dedos de varios comensales que apuran el último buche de café cargado. "No he dormido nada esta noche", comenta una romera a la que el rímel y los pegotones de maquillaje de poco le han servido para disimular las ojeras.

La primera en aparecer por la plaza es la Hermandad de Morón. Capotes verdes en los caballistas que plantan cara al aguacero. Después llegan los de Vitoria, corporación no filial con la que acuden devotos de Extremadura, Navarra y del propio País Vasco. Dejan su simpecado en la parroquia de la Magdalena. Allí permanecerá hasta que el miércoles vuelvan a recogerlo. Lo harán un día después de que regresen los peregrinos de la primera y más antigua de las hermandades rocieras.

Pentescostés concedió el don de lenguas a los apóstoles. Milagro que no olvida el hermano mayor de Vitoria, Francisco Díaz, un extremeño que vive desde hace años en la capital de Álava. Quizá por esta variedad idiomática los peregrinos vitorianos llevan tiempo con la idea de componer una salve a la Virgen del Rocío en euskera. "La estamos preparando. Será una sorpresa", sentencia, con entusiasmo, Díaz.

La plaza manriqueña se ha convertido esta mañana en una realidad plurinacional. Más allá, incluso, de las fronteras españolas. Un rociero se frota los ojos al contemplar a cuatro francesas paseándose por el porche de la parroquia manriqueña con los trajes típicos de Saintes Maries de la Mer, población del sur galo hermanada con la localidad sevillana. Sus vestidos decimonónicos se mezclan con los volantes de las peregrinas. Pese a que el romero que acaba de verlas puede pensar que es efecto del botellín o del último aguardiente, se trata de una promoción turística de la localidad francesa aprovechando los días de romería. Constatación de que este tránsito de hermandades es un buen marco para el marketing. Desde sombreros con el nombre de un ron hasta toallitas húmedas y perfumadas. En esto último hay que reconocer que su invención marcó un hito higiénico (muy de agradecer) en los rocieros.

Delante de la parroquia se encuentra Rocío Fernández, la madre de Rocío y José Ángel Solís, hermanos mayores de Villamanrique. Con 10 y 12 años, respectivamente, estos niños (con la consiguiente morterá de sus progenitores) son los responsables de garantizar la comida a los boyeros y coheteros que integran la comitiva que hoy, antes de que despunte el alba, se pondrá en camino. Será entonces cuando apenas queden vecinos para recibir a las hermandades que transiten por las entrañas de un pueblo que es pórtico de la marisma.

Nada que ver con la estampa que ahora componen los corianos, que han invadido el corazón manriqueño. Conquista lograda en el espacio y en el espíritu. Pocos pueblos le cantan tan bien a Villamanrique como lo hace la antigua Caura. Proeza de boyeros. Siete escalones. Decenas de manos. Una carreta en lo alto. "Mi camino no es camino si no paso por tu pueblo". Las sevillanas se hilvanan una con otra. Sin perder el compás. Combatiendo al frío. "Porque estamos en la gloria, ¡que viva Villamanrique, que viva Coria!". Baja la carreta del simpecado. Se despide sin dar la espalda. Con la elegancia que otorga la solera. Vascos y franceses bailan. Corianos y manriqueños se vitorean. El mundo en una escalera.

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