La sociedad de la nieve | Crítica

Bayona y lo posible

Una imagen del filme de J.A. Bayona.

Una imagen del filme de J.A. Bayona.

Hace unas semanas le preguntábamos a Alberto Iglesias, siempre muy selectivo a la hora de elegir sus películas, cuáles eran los motivos o estímulos principales para involucrarse en un proyecto. El compositor nos contaba que uno de ellos era que la película necesitara realmente (su) música, incluso aunque fuera en poca medida. Ahora sabemos que La sociedad de la nieve ha sido el primer filme que Iglesias abandona después de varios meses de trabajo por un desencuentro respecto a la presencia y el sesgo de su música. 

Y, en efecto, podemos entenderlo tras escuchar la banda sonora de Michael Giacchino, destacado compositor hollywoodiense, para la versión final de la película de Bayona: una muleta más para subrayar e impulsar emociones prefabricadas en un producto que, si bien ahora toca vender como nacional, aspira y se mueve en su presupuesto, modos y canales de promoción dentro de ese audiovisual globalizado sin señas de identidad locales aunque haya sido rodado en castellano, en Sierra Nevada, con técnicos españoles y actores sudamericanos.

La sociedad de la nieve aspira en su formato y tono a señalar su importancia con mayúsculas como la película definitiva sobre el accidente del avión uruguayo y la odisea de supervivencia de su joven pasaje entre septiembre y diciembre de 1972. Definitiva en tanto que viene a corregir excesos o simplificaciones de versiones previas con un acercamiento que se quiere a un tiempo hiperrealista y trascendental sobre aquellos acontecimientos y sus implicaciones filosóficas. A saber, atento al detalle de verosimilitud sobre los hechos, espectacularidad mediante en las dos grandes escenas de acción que lo puntúan, pero sobre todo atento a la dimensión subjetiva, ética y moral, espiritual y religiosa dirán algunos, de ese camino de no regreso que pasa por el canibalismo como acto casi innombrable que hizo posible la supervivencia del grupo en una alianza casi mística que la película explota con una calculada dosis de omisión visual y cháchara metafísico-poética desde una voz del más allá.

Bayona juega sus bazas intentando equilibrar estos dos niveles, que no son otros que los que buscan acreditarlo como autor sensible dentro del cine comercial, con la astucia y la profesionalidad habituales, camuflando bien las manos digitales y repartiendo en la prostética y el cuidado lumínico ese obligado y desdibujado protagonismo coral que subraye la idea de fondo, esa que se repite en no pocas ocasiones en las imágenes del grupo congeladas por el obturador de una cámara. Astucia y profesionalidad, pero también apoyado en la muleta de esa música altamente codificada que llega siempre a tiempo para anunciar, acompañar o proyectar unas emociones que, ahora sí, no pertenecen ya tanto a la esfera del realismo (que no sería aquí otro que el del tiempo, la espera y la muerte que consumen el relato) como a la de ese idealismo narrativo y conceptual que articula toda su película desde el prólogo al epílogo lejos del cementerio viviente de las montañas nevadas de la majestuosa Cordillera de los Andes.