La protección de los menores

La historia de Sara

  • La asistente que la internó con 6 años le ha retirado a sus tres hijos. Una madre, tutelada durante doce años, relata su periplo por los centros de acogida

Érase una vez una niña llamada Sara. Su madre robaba para comer, era drogadicta y acabó en la cárcel y ella y sus dos hermanos se quedaron al cargo de su padre. Él era alcohólico y al poco tiempo “la espichó” y los niños se quedaron abandonados. Así comienza la historia que narra la propia Sara Casas, una joven de 24 años, que pelea desde hace dos desde Sevilla por recuperar la custodia de sus tres hijos. No es un cuento, aunque el argumento podría dar pie a una película.

Sara es menuda y expresiva, aparenta más edad. Parece que los doce años de desamparo y peregrinar por centros de tutela hayan contado por veinte. Sentada en un velador en Sevilla, repasa ilusionada las últimas fotos que ha podido hacer a sus tres hijos, una niña de cuatro años y dos gemelos de dos, internados en un centro y a los que sólo puede ver dos horas cada quince días.

Como si de una película se tratara, Sara da un trago a su coca-cola y empieza a narrar el largometraje de su vida. La primera escena se sitúa en Barcelona. Sara tiene seis años y acaba de ingresar con sus dos hermanos en un centro después de que los vecinos avisaran a los Mossos para que se hicieran cargo de ellos. Sólo un año estuvieron juntos los hermanos y luego fueron separados. Luego llegó la acción: seis años de fugas y capturas que la llevaron por los centros de toda Cataluña. “Yo me escapaba simplemente porque quería estar con mis hermanos”, simplifica la joven, que a los13 años burló de nuevo la seguridad y se fugó entonces con su madre, hasta Sevilla.

No tardaron más de seis meses en pillarla en El Puerto y vuelta al internado. “Mi madre sería como fuera, pero se preocupaba”, argumenta con sentimiento. De repente cambia de registro. “Luego me llevaron al Talita Kum, ahí sí que se estaba bien, porque hacías lo que te daba la gana, si no querías ir al colegio no ibas y, si fumabas, te daban el tabaco y niños y niñas estábamos juntos con 16 años”, recuerda con desparpajo.

Ese centro cerró sus puertas a principios de esta década. Los abusos son algunos de los argumentos que pesan sobre la orden de cierre. “Allí fue donde mi hermano chico comenzó a golfear; hoy está en la cárcel, pero llegó a vivir con una familia, con la que no duró ni un rato porque metió al gato en el microondas”, recuerda mientras ríe.

Pero no es un chiste. Sara también era muy rebelde, “tanto que decían que yo necesitaba un psiquiatra, pero lo que quería es irme con mi familia”. Antes de cumplir la mayoría de edad la joven pasó a un piso tutelado en un pueblo de Sevilla. De allí a un convento donde, según ella, entró por una puerta y muy pronto salió por otra, hasta llegar a un psiquiátrico en Málaga. “Pero yo no estaba loca, hacía sólo lo que quería”. Hasta trece pastillas diarias llegaron a prescribirle. “Y no las necesitaba; me ataban y me tiraban agua para despertarme o relajarme, si era agresiva”, explica. La película de Sara alcanza momentos más dramáticos. “Allí sí que me volvieron loca”, relata.

Los antecedentes de salud mental han servido de argumento para retirarle la custodia de los niños y para otorgarle una pequeña pensión, con la que sobrevive. Pero los informes médicos presentados por su abogado rechazan hoy cualquier problema. Hace un receso para centrarse en la situación de los centros de menores que, según ella, no están tan bien como parece. Recuerda con precisión el día que salió, al cumplir los 18 años, del psiquiátrico malagueño “sin estudios, sin trabajo y sin saber freír ni un huevo”. Se instaló con su madre en Sevilla, pero ésta pronto desapareció de nuevo de la escena por problemas judiciales. Entonces se fue a vivir con su hermano mayor, que había conseguido enderezar su vida, y su cuñada. Otro fracaso, hasta que se fue vivir “con el primero que me dio cariño”, cuenta sin ningún apego al padre de sus tres hijos.

Cambió los centros por una nave abandonada donde compartía lecho con su pareja, “que podía ser mi padre porque decía que tenía 38 años, pero a lo mejor tenía más…”, duda. Pero asiente con firmeza que le daba palos. Pasa sin detalles por el maltrato de su compañero, como si fuese una anécdota.

Se quedó embarazada y, casi dos años después de dejar de ser tutelada por la Junta, entró en contacto de nuevo con el sistema de protección. “Me prometieron ayuda porque estaba en una situación socioprecaria o algo así, no entendí nada de lo que dijeron”, admite Sara, convencida desde ese momento de que iban a por su hija. Tal fue así que, ante ese temor, abandonó el hospital 24 horas después de una cesárea y huyó a Asturias. Luego llegaron dos niños más.

El sistema de protección no le perdió la pista. Recuerda medio sorprendida e indignada cómo fue la misma asistenta, de la que no olvida su nombre, quien la internó en un centro en Sevilla la que hace dos años se llevó a sus tres hijos “hasta que me recuperara emocionalmente, pero si yo lo que no tengo es dinero”. Fue tras denunciar a su pareja por maltrato e ingresar en una casa de acogida para víctimas de violencia doméstica.

Otra madre en una situación similar le presentó a Asunción García Acosta, de la Asociación Pro Derechos Humanos de los Menores, que nada más hablar con Sara Casas se convenció de que aquello era una terrible injusticia. Ella y el letrado José Antonio Bosch, que la apoya y la atiende de forma altruista, se convirtieron en sus muletas para correr una auténtica carrera de obstáculos que ya dura dos años. Gracias a su ayuda, Sara alquiló un piso en el municipio sevillano de Los Palacios, donde ahora reside y a diario recibe la visita de los trabajadores sociales. Saca del bolso un papel donde tiene apuntada una lista de tareas. “Cada día tengo que arreglar un montón de papeleo, así yo no tengo tiempo para trabajar ”, asegura. “Tengo que tener tres habitaciones y lo último que me han pedido es que coloque rejas en las ventanas”, se queja.

Pero no tira la toalla y, con la ayuda que está recibiendo, intenta cumplir con todos los plazos y objetivos que le marca la administración. Tras contar a los medios su caso, ha conseguido que la Junta de Andalucía le amplíe media hora su régimen de visitas. Se levanta a las seis de la mañana y coge tres autobuses para estar a las 10, como un reloj, en el centro de la provincia sevillana donde viven sus hijos, a los que puede ver en presencia de uno o dos trabajadores.

Teme que su historia se repita y se ha opuesto en los tribunales a la situación de desamparo acordada por la Junta, que confía en que el caso se resolverá en breve. El juicio se celebrará en Sevilla el 1 de julio. Pero la película no ha terminado. 18 años después de ingresar en un centro de menores, Sara Casas sigue luchando por conseguir un final feliz.

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