Antonio Montero Alcaide

¿Existen las almas gemelas?

La tribuna

¿Existen las almas gemelas?
¿Existen las almas gemelas?

Este asunto de las almas gemelas acaso parezca una disquisición menor o entretenida, para distraer el pensamiento, pero algo de sabiduría precisará cuando nada menos que Platón, en el último cuarto del siglo IV a. C., lo consideró en el filosófico diálogo de El banquete. Acude, para ello, al comediógrafo Aristófanes, que destacó en el género cómico, a fin de que presente un relato sobre las almas gemelas. Los humanos, comienza diciendo Aristófanes con la invención de un mito, eran originariamente redondos, pues su espalda y costados formaban un círculo. Tenían, además, cuatro brazos, cuatro piernas y una cabeza con dos caras, que miraban en direcciones opuestas. Y los géneros se repartían entre hombres, mujeres y andróginos. Los dos primeros tenían duplicados los órganos genitales propios, mientras que los andróginos disponían de órganos masculinos y femeninos. Eran hijos del sol los hombres, de la tierra las mujeres y de la luna –nacida del sol y la tierra– los andróginos, para así explicar su doble naturaleza. Engrandecidos en esos ancestrales tiempos los humanos, pues contaban con extraordinaria fuerza y vigor, junto a un inmenso orgullo, tuvieron la arrogancia de amenazar a los dioses y estos debieron pensar con cuidado la forma de reducirlos. Toda vez que, si hacían como con los rebeldes Titanes, deidades poderosas a las que destruyeron con un rayo, perderían los tributos que los humanos ofrecían y esa merma había de evitarse. El más grande de los dioses del Olimpo, Zeus, dio con una solución propia de su divina genialidad y resolvió dividir a los humanos por la mitad, de manera que lograba, con ello, un doble y beneficioso resultado: castigar el primigenio orgullo de la humanidad y duplicar el censo de humanos que habían de rendir tributo a los dioses. Ordenó a su hijo Apolo, así, que cortara por la mitad a los humanos, para que quedaran con dos piernas, dos brazos y una cabeza, en permanente búsqueda de su otra mitad.

La estratagema de Zeus, con menoscabo de sus prodigios mitológicos, no resultó efectiva y, por eso, tampoco lucrativa, pues los incipientes humanos divididos cayeron en la miseria –acaso una primigenia forma de la depresión–, perdieron las ganas de comer y encontraban la muerte por consunción. Pudo la compasión al mayúsculo Zeus y resolvió poner un remedio más inspirado en los apaños mundanos que en el engreído ingenio de los dioses. Fue cuestión de colocar los órganos genitales delante, pero solo un conjunto, para, de encontrarse con la otra media parte y ser esta mujer, al abrazarse engendrar, con objeto de que no desapareciera la especie humana, rendida a los dioses –no era tan compasivo Zeus–. Más faena para Apolo, que, persuadido por las poco excelsas musas del apaño, resolvió, en el corte por mitades ordenado por Zeus, juntar toda la piel suelta y dejarla fijada con una costura en medio de la barriga, que esa es la razón del ombligo.

En fin, al encontrarse las dos mitades separadas, la íntima y rota y perdida complicidad llevaría a que los divididos dos seres manifestaran una honda comprensión tácita y nada les procuraría más reparadora alegría que acostarse en unidad, una forma de decir en amor y compaña.

El platónico relato de Aristófanes resulta, entonces, atractivo tanto en su argumento explícito como en las entrelíneas cuya lectura se hace con la derivación del pensamiento, más allá o precisamente por la estimulación de las fábulas mitológicas.

Así las cosas, el mito de las almas gemelas da para el mantenido anhelo de encontrar la media naranja, en rememoración de los seres esféricos, de modo que esa afinidad dichosa haga bien feliz la existencia de quienes la alcancen. Ahora bien, la búsqueda de la otra mitad no debería mermar una debida y ponderada autosuficiencia, que permita la completez y la felicidad propias, a fin de hacer igualmente venturosas las relaciones con los otros.

Tampoco conviene asumir indudablemente la existencia de un único amor verdadero, que inhiba, bloquee o demore el amor real, pues la persona ideal –imaginada y anhelada– no debe ocultar la existencia de una persona ideal. Justo la que el tiempo, el lugar o la ocasión –no asimilada al determinismo– pusieron por delante para que el conocimiento y la compañía se hicieran propicios, aunque fuera con la ligazón de la costumbre, tal vez una panacea que no necesita de los mitos.

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