
La tribuna
Juan Bonilla
La universidad condenada
La tribuna
Medio millón de columnas he leído, supongo que dictadas porque los columnistas, del espanto, llevaban las manos en la cabeza. Se preguntaban: ¿cómo es posible que con la cabalgata de indicios o pruebas que hay, con la fontanería de la corrupción tan a la vista, con el puterismo militante de quienes han dado la murga con el “ser socialista es ya ser feminista”, el presidente no tenga la menor intención de hacer otra cosa que aguantar, sacar pecho argumentando que ellos la corrupción la combaten desde el minuto uno echando a quien haga falta? Y la verdad, no entiendo tanto escándalo, no entiendo tanto llevarse las manos a la cabeza, ni tanto enrabietarse ante las representaciones teatrales del presidente del Gobierno, ni ruborizarse de pura vergüenza ajena escuchando los audios de Koldo: eso es España. Miren atrás. Todos nuestros gobiernos han caído exactamente por lo mismo: o casos de corrupción que ya no podían mantenerse más tiempo al amparo de medios en los que quien mandaba dictaba el discurso, que ya no aguantaban más –y como dijo aquel tuvo que venir un pelotón de soldados a salvar la civilización– o nefastas gestiones –de un atentado terrorista en un caso, de una crisis económica a la que se quiso disfrazar de brotes verdes en otro. Pero es que si eso se ha venido repitiendo durante cuarenta años, desde la caída de Felipe González, algo tendrá que ver con nosotros, ¿no?, con cómo somos, ¿no?, con la propia estructura social y nuestro comportamiento como ciudadanos, ¿no?
Quiero decir, que mejor no engañarse con leyendas blancas –tan perniciosas como las negras–. Y todos sabemos que el país está lleno de gente que mira para otro lado o mantiene el aterrado silencio del “yo a lo mío” ante situaciones de vileza y hostigamiento, desde una comunidad de vecinos donde le hacen la vida imposible a una recién llegada hasta los ambientes tóxicos en tantas empresas –públicas y privadas–, de los salones nobles del cuerpo diplomático a los departamentos universitarios. ¿O es que va a ser casualidad que seamos el país en el que más bajas laborales por depresión se prescriben? ¿O es que vamos a liderar los índices de corrupción pública porque sí? No, qué va. Esas cosas se entrenan. Hace falta mucha inversión para alcanzar semejante majestad en el dominio de esas artes. Es como el fútbol. Hicieron falta muchas generaciones para que pasáramos de ser un equipo mediocre que casi nunca llegaba a cuartos de final de nada a lograr levantar la copa de campeones del mundo y figurar entre las selecciones más temibles del planeta.
No es que tales averías formen parte del sistema, sino que lo constituyen, y por eso, en los debates ideológicos, los partidos pueden preguntarse mil veces si necesitamos Ministerio de Cultura pero jamás ningún partido se preguntará siquiera si necesitamos Ministerio de Fomento o cómo hacer para que ese agujero negro no vaya tragándose inmisericorde gobierno tras gobierno. Podemos llamarlos lo que queramos, ladrones, sinvergüenzas, impúdicos, chatarra. Podemos aliviarnos la conciencia. Pero nos representan. Esa es la verdad. De otro modo es difícil explicar que siempre pase lo mismo. Le podemos afear a este o a aquel que sea incapaz de hacer autocrítica o tome medidas severas, pero nadie a su vez hará autocrítica y seguirá callado a sabiendas de que en el mismo lugar donde trabaja sabe de una corruptela, un hostigamiento, una toxicidad que mejor dejar correr para no complicarse la vida. Es así como somos. Importa que la cerveza que nos pongan esté fría. El resto es puro teatro que ya se solucionará si quiere solucionarse.
Lo llevo viendo desde muchacho. Vi cómo se trataba de negar el caso GAL hasta que ya no pudo ocultarse más. Más tarde, ya en ejercicio, vi cómo iban cayendo uno tras otro políticos implicados en la Gürtel que cuando dio sus primeros avisos fueron desmentidos –salvo alguna cosa–. Sin salir de nuestra tierra, vi cómo emergía, se hinchaba, volaba por la actualidad hasta hacerse pompa de jabón que el Tribunal Constitucional pincharía el caso ERE. Así que esta película ya la hemos visto todos. Y sí, nos representa.
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