José Antonio Glez. Alcantud

Andaluces en Harvard

La tribuna

Andaluces en Harvard
Andaluces en Harvard

La Universidad de Harvard es una de las más logradas sedes del liberalismo. Abriga entre sus santuarios, la Widener, la biblioteca universitaria más completa del mundo. Para acceder a sus recursos se extendió la creencia de que fundadora puso como condición que los usuarios debían saber nadar, por haber fallecido su hijo en el naufragio del Titanic. La realidad es más pedestre: me dijeron, durante los meses que pasé entre sus baldas, que “lo tienen todo, y si no lo tienen te lo traen”. En otra biblioteca de investigación, la Houghton, entre los manuscritos custodiados, estaban los del bolchevique León Trotski; existía la creencia fundada de que sólo en Harvard estaban a buen recaudo. Es más, cuando hace poco se descubrió la existencia de la voz grabada de Américo Castro dando una conferencia en sus aulas, los técnicos, con toda profesionalidad nos proporcionaron el valioso documento para la exposición que tuvo lugar en Granada el pasado otoño.

Estos mismos profesionales eludían entonces el mandato de The Patriot Act, de 2001, que obligaba a informar semanalmente al servicio de inteligencia de los préstamos de libros. La policía del pensamiento no era nueva, como nos recuerdan los procesos de finales del siglo XVII de Salem, a solo cincuenta kilómetros de Harvard. Unas mujerucas entonces fueron acusadas de brujas, cuando en España la Inquisición ya dudaba, tras el caso de Zugarramurdi, en precipitarse en sus conclusiones. Las comparaciones con el macartismo parecían pertinentes. El clima de terror que sembró en la posguerra Joseph R. McCarthy en los medios del cine y universitarios en su lucha contra el comunismo es proverbial.

De Harvard, recuerdo dos cosas, amén de sus bibliotecas. Una, la Divinity School. De ella partió una teología inteligente, de Harvey Cox, girando en torno a la ciudad secular y a las fiestas de locos. Y, asimismo, recuerdo la iglesia episcopal en cuya sacristía había vivido el semiótico Ch.S. Peirce; la párroco, puesto que era mujer, me señaló que aquella era la primera iglesia americana en oficiar matrimonios homosexuales. No parecía contradictoria la presencia de una teología radical y de una vida universitaria secularizada.

Luego, me llamó la atención en una visita a la cercana casa del poeta Henry Longfellow, que en su biblioteca hubiese tanto libro en español. Había traducido entre otros a Jorge Manrique. Pude intuir de esta manera que el hispanismo norteamericano, de H. Longfellow a W. Irving o A.M. Huntington, estuvo siempre por encima de los estereotipos que se tejieron entre ambas naciones a partir de 1898.

En aquel ambiente liberal cultivé la amistad, hace dos décadas, de dos buenos andaluces: Ángel Sáenz Badillos y Francisco Márquez Villanueva. Ángel, no era riojano, pero fue nuestro decano cuando yo era estudiante en la Facultad de Letras granadina. Era hebraísta, y a la sazón dirigía el Colegio Complutense de Harvard. Se había ido, en una estampida indeseada, de Granada en la Transición cansado por las problemáticas de campanil. De hecho, había fundado una red de apoyo a la Granada nicaragüense, en recuerdo de sus tiempos felices en Andalucía. El otro, Paco Márquez, era propiamente andaluz, sevillano. “Hijo del pueblo”, se describía. Relataba con frecuencia cómo había salido de Sevilla en los sesenta, por enseñar en las aulas de su universidad a un heterodoxo como a Américo Castro. “Un mal día un familiar me denunció al arzobispo, y el arzobispo llamó al rector, exigiéndole mi despido”. Gracias al consulado americano, pudo salir camino de EE.UU. Allí hizo una fulgurante carrera en Vancouver y Harvard hasta su muerte. La Andalucía democrática lo nombró Hijo Predilecto.

Y esta es la universidad, con más de 160 premios Nóbel en su historia, que el jefe de los nuevos EE.UU. quiere doblegar. Ni siquiera se trata de una universidad pública e izquierdista, es privada y liberal. O sea, que el ataque actual, en un mundo confuso, es directo contra el liberalismo de pensamiento y obra.

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